Una de las causas que más perjuicio está produciendo en la vida política española de la última década es el raquitismo intelectual de su clase política. No digo yo que la sociedad española no cuente con intelectuales de altura. La cuestión es que en las cúspides dirigentes de los partidos políticos se está imponiendo un formato intelectual muy estandarizado y ramplón, que está cegando cualquier atisbo de debate ideológico capaz de superar el encastillamiento que las distintas organizaciones políticas mantiene en la actualidad.
El deterioro que está experimentando en nuestro país el modelo de democracia parlamentaria está íntimamente ligado al desarme intelectual de nuestros políticos. La hegemonía de las organizaciones políticas sobre los individuos que las integran ha pulverizado cualquier atisbo de humanismo filosófico. En la segunda mitad del siglo XIX y en buena parte del XX los individuos especulaban y manejaban ideas que, en ocasiones, terminaban transformándose en ideologías. Estas ideologías aglutinaban en torno a sí un gran número de individuos que trataban de sustanciar aquel ideario mediante una praxis política que, día a día, esfuerzo sobre esfuerzo, debería culminar en la imposición del modelo idealizado en el conjunto de la sociedad. Entonces, las organizaciones políticas tenían la función de ser el recipiente instrumental desde el que trabajar y con el que abordar los objetivos deseados. Además, el partido político otorgaba entidad jurídica al proyecto político, mientras que la ideología (o conjunto de ideas) era el acervo vivo, la esencia o razón de ser de la organización, y cuyos integrantes no cejaban en ejercitar la crítica y la revisión conceptual; sobre todo en los llamados partidos de izquierda, en los que el anhelo utópico guiaba un revisionismo permanente a través de intensos debates ideológicos.
¿Pero qué está ocurriendo en la actualidad en la vida pública, en la española y en la foránea? ¿Los partidos políticos continúan sustentándose sobre el acervo de sus respectivas ideologías o, por el contrario, las ideologías se han convertido en el pretexto para que los partidos protagonicen la lucha por el poder a cualquier precio? Mucho nos tememos que la conquista del poder es la razón primera y sustancial que alienta el debate político. En una sociedad como la actual, donde el «estado del bienestar» ha arraigado en la conciencia de todas las capas sociales, la lucha de clases ha quedado relegado a un mero recurso dialéctico. La retórica de la antigua izquierda continúa artificiosamente viva, aunque la realidad social que en otro tiempo la sustentaba ha cambiado radicalmente. Y lo peor de todo es, que los dirigentes actuales de las organizaciones de izquierda no sólo no están sabiendo renovar su discurso político, sino que han vaciado los antiguos contenidos y recurren permanentemente al uso de una retórica huera y carente de fundamento.
En estos tiempos asistimos en España a un debate político de gran calado y de la mayor trascendencia para nuestro futuro como nación. Me refiero al llamado «plan Ibarretche», que es toda una pieza de diseño sobre la que elaborar un nuevo estatuto de autonomía para el País Vasco, toda vez que implica, subrepticiamente, la reforma de la propia Constitución. Sin entrar en los contenidos de dicho plan, lo primero que tenemos que destacar es el hecho de que la iniciativa del lehendakari ha llegado tan lejos gracias al desarme ideológico del PSOE, el partido gobernante en España. Nunca la organización socialista española ha gozado de tan elevado grado de confusión mental y de raquitismo ideológico como en nuestros días. Carece por completo de modelo de Estado, y lo que es peor, carece de conciencia nacional. De ahí que su secretario general, y presidente del gobierno de España, José Luis Rodríguez Zapatero, afirme que no ve tanta diferencia entre el concepto de “nación” y el de “nacionalidad”.
Llegados a este punto, no cabe preguntarse más que algunas cuestiones esenciales: por ejemplo, ¿dónde va una sociedad que entrega mayoritariamente su confianza a un partido que se define como federal, que es capaz de pactar gobiernos con partidos nacionalistas independentistas, que es profundamente condescendiente con regímenes antidemocráticos, como el cubano y el marroquí, y que se jacta de no someterse al “vasallaje” de Washington? Pues la cosa no puede estar más clara: la cultura política de buena parte de la ciudadanía española tiene mucho que desear, o está abducida por el fetichismo que el viejo y decadente lenguaje del pasado marcó a sangre y fuego la Historia de España del siglo XX.
Hoy en día, mientras que la derecha española ha progresado muy positivamente, enriqueciendo su discurso político de contenido social, de justicia y de derechos humanos, la izquierda se ha precipitado a reivindicar todo aquello que le diferencie de la derecha, aún a costa de dejar desguarnecido sus flancos y hacerse más vulnerable de lo que la inteligencia aconseja. No por llenarse la boca a cada minuto con expresiones como “progreso”, “modernidad” o “desarrollo sostenido” se es más progresista, más moderno o más defensor del crecimiento económico controlado. No, es menester que la acción de gobierno responda a un programa político coherente y sensato, además de necesario, derivado del análisis intelectual sobre las necesidades de la sociedad que se pretende gobernar. Y para conseguir esto es necesario, primero, contar con intelectuales solventes y acreditados que actualicen el ideario político de acuerdo con la sociedad de nuestro tiempo; y, segundo, que dicho esfuerzo intelectual esté impregnado de una alta dosis de generosidad.