Si nos atenemos al significado etimológico del término «destino» (procede del verbo destinar, del latín, destinare: ordenar, señalar o determinar algo para algún fin o efecto), vemos que dicho vocablo es desde antiguo sinónimo de «hado» (divinidad o voluntad divina que regula de una manera fatal los acontecimientos futuros.) Los griegos clásicos denominaban al destino Moira o Tique; por su parte, los romanos se referían a él como Fatum y Fortuna. Decía Esquilo que «Ni aun permaneciendo sentado junto al fuego de su hogar puede el hombre escapar a la sentencia de su destino.» Este significado de tipo esotérico, elevado a la categoría de mitológico, tiene su máxima expresión en «Fuerza desconocida que se cree obra sobre los hombres y los sucesos.»
También, en una primera acepción lingüística, se entiende por destino el «Encadenamiento de los sucesos considerado como necesario y fatal». Otra acepción recogida por la Real Academia Española es la de «Circunstancia de serle favorable o adversa esta supuesta manera de ocurrir los sucesos a alguien o a algo». Por supuesto existen otras acepciones más comunes y de índole cotidiana para definir el destino, como «Consignación, señalamiento o aplicación de una cosa o de un lugar para determinado fin», o el referido al «Empleo (ocupación)», o «Lugar o establecimiento en que alguien ejerce su empleo», y, finalmente, el referido a «Meta, punto de llegada».
Para el caso que nos ocupa interesa el significado etimológico, es decir, aquel que está referido al imperativo de algo para algún fin o efecto; también al significado que otorga a fuerzas desconocidas (sobrenaturales o divinas) que obran sobre los hombres y los sucesos. Como podemos comprobar, ordenar, señalar o determinar algo para algún fin o efecto es todo un ejercicio de voluntad promovido tras la elaboración de una idea o un pensamiento. Afirmaba la admirable Hellen Keller, (Tuscumbia, Alabama, 1880 - Washington, 1968) que «Nuestra voluntad interior dirige nuestro destino». Es por ello que razón y voluntad constituyen los dos vectores imprescindibles para que la acción de destinar pueda realizarse con éxito. Razón y voluntad están, obviamente, ligadas a la actividad del hombre, a la programación de algunos de sus actos para conseguir determinados fines. Y, por tanto, esta acción de destinar es mensurable, se puede medir y ponderar, tanto por el que la promueve como por los demás. Los actos humanos programados, una vez realizados, son susceptibles de verificación.
Ahora bien, si nos situamos en un plano superior del conocimiento y nos adentramos en la búsqueda de verdades trascendentes, entraremos de lleno en el campo de la filosofía o de la teología, es decir, en la meditación especulativa o en la elaboración de pensamientos abstractos, donde la ciencia puede iluminar la razón sólo muy parcialmente. Por ello, otorgar a fuerzas desconocidas —ya sean de carácter sobrenatural o divino— de la voluntad de actuar sobre los hombres y los sucesos que ellos protagonizan, es un acto intelectual fundamentado en la tradición (mediante el aprendizaje), o en la fe de lo sobrenatural (creencia en un ideario inverificable).
En la primera acepción, la referida al «Encadenamiento de los sucesos considerado como necesario y fatal», corresponde más bien a un sentido determinista y fatalista de entender la existencia. En las filosofías deterministas o fatalistas, el destino recubre la realidad que se desconoce, pero que actúa inexorablemente.
En el idealismo alemán, y en especial en Georg Hegel, (Stuttgart 1770 - Berlín 1831) el destino es «lo que no sabe decirse qué hace, cuáles son sus leyes determinadas y su contenido positivo, porque es el puro concepto absoluto mismo intuido como ser», (Fenomenología del espíritu, Razón); el Espíritu autoconsciente sólo puede alcanzarse a través de un proceso temporal, ya que el tiempo se manifiesta como destino.
La obra El Destino del hombre, escrita por el político y filósofo alemán Johann Gotlieb Fichte (Rumennau, 1762 - Berlín, 1814), y publicada en 1800, es una de las reflexiones más lúcidas y prometedoras sobre la cuestión que nos ocupa de la filosofía moderna. En dicha obra, integrada por tres libros, (Duda, Saber y Fe), Fichte intenta conciliar la separación entre sujeto y objeto, cuestión que en la filosofía moderna ha dado lugar al enfrentamiento entre idealismo y mecanicismo. El análisis de Fichte comienza admitiendo que el hombre nace determinado por una fuerza creadora, que le hace ser como es y no puede ser de otra manera. Al determinismo universal se opone el «YO» consciente, lo demás es «NO-YO» irracional. La unión de ambos es el universo. El YO se caracteriza por una actividad creadora que es la libertad. Y gracias a la libertad es posible la identificación del YO y del NO-YO. El mundo exterior no existe más que en el individuo, es creado por la razón. La obra concluye con la afirmación de la primacía de la fe: lo importante es la fe en la libertad, en la inmortalidad del alma, obedecer el «mandamiento del deber moral» que se nos impone como un imperativo categórico eterno.
El pensamiento de Fichte da por enterrado definitivamente el viejo determinismo, aquel que sostiene la vigencia de la segunda acepción: «Circunstancia de serle favorable o adversa esta supuesta manera de ocurrir los sucesos a alguien o a algo»; esta acepción está vinculada a ese otro acomodo mental que vincula el acontecer de ciertos hechos a la buena o mala suerte. Un ejemplo preclaro de esta manera de entender la existencia del hombre lo encarna Francesco Petrarca (Arezzo, 1304-1374), que en su célebre Canzoniere escribe, «Cada uno, desde que nace, tiene escrita su suerte en este mundo».
Origen humano
Llegados a este punto, conviene hacer una reflexión sobre la naturaleza misma del hombre. Reflexión que nos permita ordenar no sólo las ideas, sino conducir el discurso de dicha reflexión por el sendero correcto hacia nuestro propósito: dilucidar sobre la existencia del destino como un imponderable impuesto por fuerzas sobrenaturales o divinas, o bien esclarecer, de una vez por todas, que lo que llamamos destino no es más que la consignación de sucesos acaecidos por los hombres en el trasiego de sus vidas, unas veces impregnados por la voluntad y otras por la casualidad.
Pues bien, la existencia humana tiene como causalidad los mismos argumentos que los de cualquier otra especie. Por ello, su prolongación y pervivencia están sujetas a las condiciones de adaptabilidad que la evolución geológica del planeta Tierra nos impone. El Homo Sapiens es, al fin y al cabo, el resultado de la evolución de especies anteriores y más primarias cuyo origen señalamos como la del Homo Erectus.
Llegados, por tanto, a esta realidad empírica, no nos queda más remedio que colegir que la primera finalidad como especie es, en la medida de nuestras posibilidades, la de perpetuarnos. A partir de este aserto, atribuir otra responsabilidad al ser humano para decidir su destino nos lleva a un ejercicio intelectual de carácter iniciático que nos proyecta hacia otra dimensión de la existencia, más allá de la puramente biológica y material; estaríamos hablando de las capacidades sensitivas, racionales y espirituales que el Homo Sapiens ha sido capaz de desarrollar a lo largo de su devenir como especie. Pero no conviene olvidar que esa nueva dimensión intelectual y onírica que el ser humano ha desarrollado no va aparejada (hasta ahora) a una actividad similar en el resto de las especies vivas de nuestro planeta, ni del planeta mismo. En cuanto a la capacidad de inteligencia del Universo y, por tanto, al cumplimiento de un plan establecido, es algo que está en la actualidad totalmente fuera de nuestro alcance; apenas nos es posible siquiera vislumbrarlo. Poco hemos avanzado desde los tiempos en los que el humanista italiano Ferdinando Galiani, el famoso abate Galiani (1728-1787), afirmara que «El destino es una ley cuyo significado se nos escapa, porque nos falta una inmensa cantidad de datos».
Partiendo de lo anteriormente señalado, la idea, e, incluso, la percepción de un destino individual o colectivo no deja de ser una ensoñación fruto de la capacidad de nuestra especie para elaborar pensamientos abstractos y, por ende, para especular con ellos. Tan es así, que la larga experiencia de la historia de la humanidad nos ha dejado múltiples manifestaciones de ejemplos variados y contradictorios sobre la ideación filosófica y espiritual de la finalidad del hombre. Ese sentido de la trascendencia que informa en muchos casos el pensamiento del ser humano arroja toda clase de opciones: desde la reencarnación, hasta la resurrección del cuerpo y la inmortalidad del espíritu, pasando por el determinismo materialista o por el nihilismo rampante.
Así, pues, podemos discutir cuanto queramos sobre el destino del hombre, sobre la relación de nuestros actos o de sus consecuencias con la obtención de este o aquel resultado. Pero lo que no podremos asegurar jamás, salvo que nos sumerjamos en el terreno exclusivo de la fe religiosa, es que algún ideario de trascendencia responda a la realidad universal.
Los seres humanos nacemos como consecuencia de un acto voluntario propiciado por nuestros progenitores. Pero somos, a su vez, como seres vivos, el resultado de un hecho instintivo determinado por la naturaleza misma; además, y en la medida en que somos seres racionales, el impulso instintivo está fuertemente impregnado de un ejercicio de voluntad, de deseo de obtener descendencia. No obstante, ese impulso, mezcla de instinto y de voluntad, no consigue más que favorecer a la especie de forma indeterminada. El nuevo ser resultante, el YO determinado, es, en cambio, el resultado de la casualidad, de una casualidad forjada en la causalidad de la reproducción de la especie y en las leyes del Universo. Es obvio que la inseminación, la fertilización y la maduración de cualquier célula-cigoto son procesos biológicos aleatorios que se producen únicos y exclusivamente al amparo de las estrictas leyes de la naturaleza. De la misma manera, las señas de identidad psicológicas del nuevo ser, responden a ese mismo orden natural, determinado por el leyes del universo, que, por no comprenderlas, llamamos azar.
Así las cosas, deberemos concluir que «Ser» y «Destino» no tienen más vínculo que el de la ensoñación, ya que el encadenamiento de sucesos y circunstancias que determinan que los hechos sean favorables o fatales, tienen su origen en la aleatoriedad que contienen algunas de las leyes que rigen el Universo, y que nos son completamente desconocidas.
El 14 de febrero, día dedicado por el santoral a conmemorar al santo Valentín, patrono de los enamorados, y bien institucionalizado por el marketing comercial de nuestra sociedad de consumo, pienso que es una buena ocasión para reflexionar sobre este asunto del "amor". Pues bien, escribía José Ortega y Gasset en Estudios sobre el amor, que “En el amor, lo típico es que se nos escapa el alma de nuestra mano y queda como sorbida por la otra”. Para continuar “... esta absorción del amante por el amado no es sino efecto del encantamiento”. Más adelante, Ortega subraya: “Tampoco hay entrega verdadera en la 'pasión'. En los últimos tiempos se ha otorgado a esta forma inferior del amor un rango y un favor resueltamente indebidos... La pasión es un estado patológico que implica la defectuosidad de un alma”. En realidad lo que el pensador español pretende resaltar, cosa que han hecho otros muchos pensadores antes que él, es que el amor, el amor de pareja, es algo mucho más profundo que lo que en nuestros tiempos se ha tomado como moneda corriente.
Si preguntáramos a hombres y mujeres que afirman sentirse enamorados, contestarían que, efectivamente, el amor es la expresión más noble y sublime del alma humana. No obstante, la realidad nos muestra con demasiada frecuencia la confusa mezcla que se hace con ideas como la del amor, el encantamiento, el hechizo, la pasión, el goce... De ahí que las frustraciones que en la actualidad produce el amor, o más bien el desamor, son consecuencia directa del equívoco mayestático en el que buena parte de la ciudadanía se haya inmersa. Hay que tener presente, que según se es se ama, pues el amor tiene los caracteres del alma del que ama. Y esto va mucho más allá de la pasión erótica o de la atracción sensual. Enamorarse es una cualidad maravillosa que posee la mayoría de las criaturas humanas; pero saber utilizarla correctamente es algo mucho más infrecuente.
Química del amor
Ahora trataré de exponer algunas pinceladas sobre el amor desde una perspectiva científica. Después de leer y consultar a expertos en sicología del comportamiento humano y estructura y funcionamiento del cerebro, he llegado a algunas conclusiones. La primera es que en toda existencia humana la "necesidad del otro" es tan obvia como la necesidad del agua o de las proteínas; dicha necesidad expresa el deseo amoroso, y como todo deseo éste se sitúa entre el goce y la necesidad. Por ello, todo deseo se especifica por su objeto. En el caso del amor, tal deseo viene especificado por la pareja sexual que designa el "estado central". Dicho estado central integra al otro entre sus componentes.
En segundo lugar, el amor representa un estado fusional donde se realiza la totalidad del ser. El sexo, en la medida que es a un tiempo él mismo y su contrario, encarna la unidad. Lo más típico del amor, en términos generales, es que bajo sus colores más violentos cohabitan los impulsos del alma y las emociones de la carne.
Tres son las dimensiones del estado central que define a todo estado amoroso: el corporal, el extra-corporal y el temporal. La dimensión corporal es el propio cuerpo, en el que se manifiestan alteraciones íntimas que afectan principalmente a las secreciones hormonales y al funcionamiento del sistema nervioso central. Las hormonas sexuales actúan directamente sobre el cerebro gracias a receptores en las neuronas.
El deseo es universal y está ligado al buen funcionamiento, en el interior del cerebro, de sistemas deseantes de los que la sexualidad es sólo un exponente más. En cuanto al aparato sexual éste no es indispensable en el estado amoroso; es una vía final necesaria, tanto para el goce como para la reproducción, pero no interviene en el reconocimiento del otro, que sigue siendo en el hombre la función superior del amor.
El espacio extra-corporal es el que define el amor como un intercambio de informaciones entre dos cuerpos; por lo tanto, exige reciprocidad. Tales informaciones llegan a través del olfato, el oído y la vista. En cuanto a ésta última, haremos mención especial del rostro del amado, verdadera rúbrica del otro en el espacio amoroso. Los factores de entorno, clima, temperatura, luz, alimentación, tan importantes en otras especies, en el hombre son insignificantes. El ser humano es capaz de amar en cualquier época del año.
Por último, contamos con la dimensión temporal, que es como un reloj instalado en nuestro cerebro que marca el ritmo de nuestro tiempo de amar. Este reloj compendia la historia de nuestros amores, que es también el tiempo de nuestro aprendizaje amatorio, el de la espera que exaltó el deseo, el de la costumbre que marchita nuestros amores y, también, la historia de nuestros orgasmos.
Sentimiento para la felicidad
Pero volviendo al Día de San Valentín, merece la pena recordar las raíces de esta onomástica pagana para que veamos en qué ha devenido todo esto. Los antiguos romanos celebraban las fiestas lupercales, en honor del dios Lupercus, el 15 de febrero para ganarse el favor de los lobos. Durante esta celebración, los hombres jóvenes golpeaban a la gente con listones hechos de piel de animales. Las mujeres recibían los golpes porque pensaban que los latigazos las hacían más fértiles. En el año 43 de nuestra era, después de la conquista por los romanos de Bretaña algunos pueblos indígenas asimilaron muchas de las festividades romanas; con el paso del tiempo, ciertos escritores cristianos vincularon el festival de Lupercalia con San Valentín porque era en la misma fecha y por su relación con la fertilidad.
La Iglesia primitiva tuvo por lo menos dos santos llamados Valentín. De acuerdo a una historia, en el siglo III el emperador Claudio II prohibió el matrimonio a los hombres jóvenes: pensaba que los hombres solteros eran mejores soldados. Un sacerdote llamado Valentín desobedeció la orden del emperador y secretamente casaba a las parejas jóvenes.
Otra historia dice que Valentín era un cristiano que hizo amistad con muchos niños. Los romanos lo apresaron porque se negó a adorar a sus dioses. Los niños extrañaban a Valentín y le tiraban pequeñas notas a través de las rejas de su ventana en la prisión. Este cuento puede explicar la traición de intercambiar tarjetas (valentinas) por San Valentín. Una segunda versión afirma que el santo curó la ceguera a la hija de su carcelero. En cualquier caso, parece ser que Valentín terminó siendo ejecutado el 14 de febrero del 269. En el 496 el papa Gelasio I declaró este día como el Día de San Valentín.
La leyenda se fue fraguando. En el antiguo francés normando, una lengua hablada en Normandía durante la Edad Media, la palabra “galantine”, que suena como Valentín, significa gallardo y amante. Esta semejanza pudiera ser la causa de que la gente pensara en San Valentín como el santo patrocinador de los enamorados.
La referencia inglesa más temprana del Día de San Valentín señala que las aves escogen su pareja en ese día; hay que tener en cuenta que hasta 1582 en Occidente se usaba un calendario distinto, el gregoriano, por lo que el 14 de febrero de entonces corresponde, en la actualidad, al 24. Geoffrey Chaucer, un poeta inglés del siglo XIV, escribió en su Parlamento de las Aves: "Por esto que fue enviado el día de San Valentín; cuando cada ave su pareja ha de elegir". Posteriormente, William Shakespeare también mencionó esta creencia en su obra Sueño de una Noche de Verano: Un personaje en el drama descubre a una pareja de amantes en el bosque y pregunta, "San Valentín ya ha pasado, ¿Comienzan estos amantes a juntarse ahora?"
Y así, rodando el tiempo, la sociedad ha ido acrecentando esta conmemoración como si de un fetiche se tratara. Hasta hace unas décadas los enamorados se enviaban postales, versos y flores. En la actualidad la panoplia de obsequios es interminable. ¿Pero ha ganado el amor? Me temo que no, aunque sí se conoce mejor. Con todo, lo peor que tiene esta fiesta es que su vacuidad inunda demasiadas relaciones amorosas. ¡Y a eso se le llama amor!