Si preguntásemos, así, a vote pronto, a todos y cada uno de los españoles mayores de edad cuál es el viaje -como ciudadanos, se entiende- que como pueblo desearían emprender para los próximos años, estoy convencido que una mayoría, además de quedarse perpleja por la pregunta, contestaría obviedades llenas de sentido, como un viaje en el que se pueda vivir en paz y libertad, en el que sea fácil obtener un buen empleo, en el que comprar o mejorar su casa esté al alcance de todos, o en el que no haya temor por la seguridad ciudadana y en el que no quepa el terrorismo,... Es decir, que para la gran mayoría de los españoles el futuro pasaría, inexorablemente, por unas condiciones de vida tendentes al bienestar, a la prosperidad y a la seguridad de las personas. A partir de ahí el cómo se hiciera ese viaje sería relativo, según cada caso.
Con este planteamiento sólo pretendo señalar el enorme avance experimentado por nuestra sociedad respecto a hace setenta años. Hoy en día serían muy pocos los que reclamasen una revolución o la eliminación de las clases sociales, suponiendo que las haya, o los que gritarían para que encarcelaran a los alborotadores y ateos. España como nación ha progresado tanto y tan radicalmente que aquel pasado de odios y rencores, de injusticias y prebendas, y de señoritos y lumpen es ya sólo un recuerdo. Esto no quiere decir, de ninguna manera, que vivamos en una sociedad perfecta, sino que la esencia misma de la sociedad se ha transformado favorablemente tanto, que los parámetros que marcan nuestra existencia son mucho más proporcionales y equitativos. En nuestros días, en España se goza de libertad, de una Constitución democrática que nos iguala a todos ante la ley, que nos otorga los mismos derechos y las mismas obligaciones, y que nos impone la solidaridad como fórmula para que todas sus regiones se equiparen.
Con este planteamiento lo único que pretendo destacar es que, en general, ni el perfil sociológico de los españoles, ni su grado de instrucción, ni su nivel de rentas se parecen en nada con los de la Segunda República, por poner una referencia tan recordada por algunos. En la actualidad, las inquietudes y preocupaciones de los ciudadanos son muy similares entre sí, especialmente entre los jóvenes, que se sienten identificados con su mundo y persiguen los ideales de autenticidad, de progreso social y económico, de solidaridad con los desfavorecidos, de conciencia respecto a la naturaleza y de desarme mundial; sin embargo, son víctimas, no de la pobreza sino del consumismo y de la liberalidad de costumbres, lo que les provoca con frecuencia ansiedad y decepción.
¿Y si la sociedad española se manifiesta como es, por qué el debate político sigue anclado en el enfrentamiento entre derechas e izquierdas? ¿Por qué se distingue interesadamente entre progresistas y conservadores? ¿Por qué ese empeño en decir que lo separado es más avanzado que los unido? ¿No será que la vida política es la única actividad en España que no ha superado el paso del tiempo?
Anclados al pasado
Es cosa sabida que la política en las democracias occidentales vive atrapada por el imperativo del corto plazo. La obsesión por las tendencias que marcan las encuestas de opinión y los resultados electorales, siempre próximos, han convertido a los políticos en muñidores del oportunismo y el amañamiento. La cortedad de miras no es ya un déficit intelectual sino una cualidad intrínseca de los que nos representan en las altas magistraturas de la nación. Por eso el futuro es tan incierto y preocupante, porque el presente está tejido con los hilos de la improvisación, del rencor, de la argucia y de la temeridad.
En cualquier caso, es esencial que las personas que no porfiamos por ninguna sigla partidista, sino que lo único que de veras ansiamos con ilusión es una convivencia en paz y libertad, no perdamos la esperanza. La sensatez terminará imponiéndose aunque sólo sea a fuerza de tropiezos. Porque a estas alturas de la Historia de España, pocas cosas deberían sorprendernos. Hemos experimentado cuatro guerras civiles en los dos últimos siglos; dos dictaduras; restauraciones constitucionales varias; dos experimentos republicanos verdaderamente deleznables; amagos secesionistas y un sin fin de episodios trágicos. Yo creo que ya deberíamos estar curados de espanto.
Después de veintisiete años de democracia, en los que hemos gozado de un grado de libertad y desarrollo económico sin parangón en nuestra historia, renace con fuerza el afán protagonista y el aventurerismo político. No digo yo que la inquietud por mejorar no sea legítima. Pero mucho me temo que hay algo que no funciona: o el lenguaje político está totalmente subvertido, con lo cual los españoles necesitamos un curso acelerado de semántica, o las ideologías de clase se han diluido por el sumidero del tiempo, con lo cual sus pretendidos herederos se han convertido en remedos paranoicos.
Sería saludable que hiciéramos un esfuerzo por saber quiénes somos y lo qué queremos por nosotros mismos. Aferrarnos a epígonos del pasado no hace más que lastrar nuestro presente y condicionar gravemente nuestro futuro. La España de hoy no tiene nada que ver con la España de hace setenta años; ni siquiera con la de hace treinta. Las derechas de entonces ahora son otra cosa, radicalmente distintas, al igual que las izquierdas. Por eso, decirse de izquierdas en nuestros días y en nuestras circunstancias, asumiendo el sentido ideológico de entonces, resulta tan patético. Y no es que lo diga yo, es que no hay más que mirar a nuestro alrededor y comprobar los efectos del marxismo en el mundo. En cuanto a las demás ideologías totalitarias (fascismo, nazismo y nacionalismo) poco más que añadir.
Hoy, en teoría, todos queremos el progreso social, económico y cultural; eso es al menos lo que deberíamos no negar a nadie. Los conservadores defienden el actual modelo de sociedad, basado en la asunción del pasado y la fe en el futuro. Los liberales cargan más las tintas en el individuo, en las leyes del mercado y repudian el intervensionismo estatal. La socialdemocracia se identifica con el llamado estado de bienestar social, en el que se favorezca a los sectores más necesitados y con menos recursos a costa de un sistema tributario más proporcional. Y lo demás, es pura farfolla.
De manera que cuándo nos preguntemos a dónde nos lleva la actual lucha política, la única respuesta sensata es, a ninguna parte. Es como en la novela de Fernando Fernán-Gómez, Viaje a ninguna parte, donde se apela a la gloria de la profesión de cómico con un discurso lleno de graves palabras y expresiones, ante el avance inexorable de los nuevos tiempos que demandan otras formas de entretenimiento. Así, en España, ocurrirá lo mismo a pesar de que algunos de nuestros dirigentes se empeñen en representar su última función, en una cuadra con viejos y destartalados atrezos y decorados, y con unos figurantes ebrios de enajenación. Será un intento vano por restituir los viejos portazgos, pontazgos y estancos de sal que marquen los límites de los antiguos reinos. Es una locura de tales proporciones, que sólo la cortedad de miras y el raquitismo intelectual y político pueden alimentar un viaje tan desatinado.