Tiene razón Gaspar Llamazares para reclamar al
presidente del Gobierno la reforma de la ley electoral. El coordinador general
de Izquierda Unida es consciente de que la actual normativa perjudica
severamente a la tercera fuerza política con implantación en todo el territorio
nacional. En cambio, las formaciones políticas de ámbito regional salen
fuertemente beneficiadas: IU obtiene en las legislativas más votos que todas
las siglas nacionalistas juntas y, sin embargo, su representación en el
Congreso de los Diputados es mínima en comparación con éstos.
¿Y cómo se ha llegado a esta situación? La respuesta tiene su origen en las circunstancias políticas que imperaban en España en los años de la Transición. Recordemos que aprobada en referéndum la reforma política, el 15 de diciembre de 1976, se estableció un modelo de parlamento bicameral (Cortes Generales), compuesto de un Congreso (Cámara Baja) formado por 350 diputados (basado en el cálculo de 1 diputado por cada 100.000 habitantes) y un Senado (Cámara Alta) integrado por 207 senadores (número que ha variado posteriormente). La discusión para establecer el sistema electoral que configuraría ambas cámaras giró alrededor de los dos aspectos principales, que fundamentan a todos los sistemas electorales: la base territorial que debía establecer las circunscripciones y la fórmula electoral más conveniente para nuestro contexto histórico-político.
El fuerte peso histórico de los distintos territorios en España aconsejó, finalmente, que el modelo de sistema electoral, adoptado a partir de 1977, tendiera a equilibrar la variable poblacional, asignando un número de escaños a cada circunscripción en función del número de habitantes (España se caracteriza por tener grandes desequilibrios demográficos en su territorio). Así, se eligió un sistema electoral basado en un sistema de dos niveles de representación proporcional, que combinaba las elecciones en el ámbito provincial con las listas nacionales de partidos.
La
circunscripción quedó vinculada a la división de España en 50 provincias, a las
que se añadieron dos más correspondientes a las dos ciudades españolas situadas
en el norte de África. La distribución de los 350 escaños del Congreso se hizo
de forma que cada circunscripción tuviese asignados de forma fija 2 escaños
sobre la base territorial, distribuyéndose el resto de los escaños en cada
circunscripción en proporción a su número de habitantes. Esta última variable
es la que posibilita que de una convocatoria electoral a otra puedan variar
ligeramente, en algunos casos, el número de diputados que puede elegir cada
circunscripción. Posteriormente, la Constitución fijó entre 300 y 400 los
escaños que podría tener el Congreso de los Diputados, aunque en la práctica se
han seguido manteniendo hasta ahora los 350 escaños iniciales, distribuidos
entre las 52 circunscripciones, según el sistema descrito.
Para compensar los efectos de la asignación de escaños a las circunscripciones sobre la base de este sistema mixto territorial-poblacional (lo que favorecía a unas candidaturas más que a otras), el sistema electoral buscó un elemento corrector en la fórmula destinada a transformar los votos en escaños. Se desistió de los sistemas mayoritarios, tales como el de mayoría simple en distritos uninominales o el de doble vuelta, que habrían acentuado los efectos desproporcionados de la estructura de dos niveles, y se optó por el sistema de listas cerradas de representación proporcional de partidos, aplicando la fórmula d'Hondt para la adjudicación de los escaños. A su vez se estableció en un mínimo del 3% de los votos en cada circunscripción la barrera de exclusión para que una candidatura entrara en el reparto de escaños.
Pues bien, como se puede comprobar, nuestro sistema electoral ha cubierto una etapa más que suficiente en la historia de nuestra democracia. Lo que en un principio se consideró como la vía más oportuna y con mayor consenso para dar cauce a todas las opciones políticas (nacionales, regionalistas y nacionalistas), en la actualidad se ha convertido en una rémora. Me refiero al hecho de que los partidos nacionalistas puedan obtener una sobrerrepresentación en el Congreso de los Diputados y, en cambio, otros de implantación nacional se vean perjudicados por los límites que impone la actual ley electoral. Esta realidad ha terminado por introducir un elemento de perversidad tal en la gobernabilidad de la Nación, que sólo las mayorías absolutas pueden remediar.
El desarrollo constitucional durante los últimos veintiocho años nos ha enseñado a los españoles cuáles son los puntos débiles de nuestro sistema. No se trata aquí de lamentarse por lo realizado hasta ahora, pues ya es irremediable, pero sí tenemos la oportunidad y el deber de corregir para bien lo que en nuestra mano está. El actual sistema electoral prima especialmente a las dos fuerzas políticas más votadas en cada circunscripción, por lo que favorece el bipartidismo. Así, dos grandes partidos, PSOE y PP, que aglutinan 21 millones de votos del electorado nacional, se reparten la mayor cuota de escaños. En cambio, la tercera fuerza, Izquierda Unida, también de implantación nacional, es perjudicada por la ley de restos que impone la fórmula d’Hondt, y obtiene una representación por debajo de sus proporciones de votos. (He aquí la paradoja: IU, con más votos en España que ERC en Cataluña, tiene un número mucho menor de diputados.)
Llamazares ha llevado la petición de reforma a La Moncloa como una prioridad en su agenda. Él es consciente de que se trata de un asunto capital para la supervivencia política de Izquierda Unida. También lo sabe Rodríguez Zapatero, y por eso se ha comprometido a crear una comisión de estudio a la vuelta del verano, que aborde la reforma de la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General. Ahora queda por ver cómo lo encajan los nacionalistas. El Partido Popular deberá apoyar esta iniciativa, ya que no fue capaz de hacerlo en sus ocho años de gobierno pese a que la incluyó en sus programas electorales. Es preciso nos desaprovechar esta ocasión para enmendar nuestro sistema electoral. Un sistema que favorezca la obtención de mayorías cualificadas para gobernar, así como la viabilidad de terceras y cuartas opciones políticas que podrían consolidar, en su caso, posiciones de bisagra en caso de no producirse esas mayorías cualificadas.
La fórmula d'Hondt admite numerosas modificaciones, por lo que debería corregirse para que las representaciones regionalistas o nacionalistas quedaran proporcionadas a su peso político en el conjunto nacional. Es en el Senado, Cámara con vocación territorial según queda definida por la propia Constitución, y todavía pendiente de la reforma que le otorgue su identidad, donde debería producirse el debate territorial. Es necesario que nuestro sistema de representación de la soberanía nacional se libere de la hipoteca que imponen los partidos nacionalistas en la gobernación del Estado; sus sensibilidades y sus intereses chocan demasiado con los intereses generales de la Nación, como para prolongar durante más tiempo la rémora que impide avanzar la viabilidad de un proyecto de convivencia común a los españoles.