Es indudable que buena parte de la clase política y de la sociedad española sienten por nuestra Fuerzas Armadas una total indiferencia que, en demasiadas ocasiones, se traduce incluso en desprecio. Estas actitudes tienen mucho que ver con algunos tópicos todavía instalados, y con frecuencia espoleados, en el imaginario colectivo de la izquierda que vincula al Ejército (como a la bandera y al himno nacional) con el franquismo. Por eso en España se abre con facilidad camino cualquier discurso nacionalista o federalista y, por el contrario, los sentimientos y demostraciones patrióticas tienen tan mala prensa; no pasa, en cambio, lo mismo cuando son los nacionalistas los que alardean de sus símbolos y exhiben orgullosos sus sentimientos patrióticos.
Así viene sucediéndose desde los años de la Transición. Es cierto que en este tiempo algo se ha avanzado, pero todavía existe mala conciencia para reivindicar y expresar abiertamente el sentimiento de orgullo de ser español; y cuando esto sucede casi siempre se reprocha su procedencia de sectores derechistas y fachas. Pero como una de las cualidades que tiene la democracia es la alternancia en el poder, resulta que a estas alturas izquierdas y derechas ya se han visto obligadas a apechugar con la responsabilidad de gobernar y de, por tanto, demostrar lo qué son capaces de hacer con las instituciones del Estado. Ahora estamos en un nuevo turno de los socialistas y sus socios de legislatura, es decir, comunistas e independentistas catalanes.
Los españoles ya tuvimos ocasión de comprobar como se las gastaban los dirigentes de estas organizaciones con algunas decisiones que sobre política de defensa tomó el anterior gobierno de centro derecha. Luego, una vez subidos en el machito, el equipo de ZP corrió para enmendar lo que pensaba que era lo sensato y dejó al descubierto una carencia asombrosa de ideas en esta materia y en política internacional: apenas mostraba un paupérrimo equipaje de viejos tópicos desnortados y exentos de algún pragmatismo beneficioso para nuestra Nación. Es más, siguió insistiendo en agrandar las distancias que le separa de los populares, recurriendo a zafiedades indignantes y traicioneras para desprestigiar a la anterior administración. Y al frente de este
“entourage” dos ministros de postín: Miguel Ángel Moratinos y José Bono, el tonto y el listo de la clase. El primero, en política exterior ya hemos comprobado lo que da de sí; del segundo, sólo destacar que si de esta no le premia ZP con la frustrada medalla, le dará un soponcio. Porque no se puede ser más vacuo, engolado, creído de sí mismo, afectado de falsa sencillez, pretencioso de la adulación y esclavo del protagonismo, a la vez que un portento de camaleonísmo político y maestro del fingimiento y la estulticia: José Bono reina sin gobernar, pero su gran aspiración, diga lo que diga en público (y sé de que hablo), es llegar a hacer las dos cosas, por eso es tan amigo de Alberto Ruíz-Gallardón.
El espectáculo que ha organizado, con él mismo de protagonista invitado, con motivo del siniestro que ha costado la vida a 17 militares en Afganistán, ha sido tan desmedido que ha rayado en la falta de respeto a las Fuerzas Armadas y a los ciudadanos. Su vocación populista le ha llevado, una vez más, a la sobreactuación y a la búsqueda de réditos personales por encima de todo y de todos los demás. Desde que se dio a conocer el luctuoso suceso José Bono no ha hecho otra cosa que montar un numerito mediático tras otro, para trasladar a la opinión pública una sensación de diligencia y voluntad de servicio, lo que ha terminado por concitar demasiadas inquietudes en torno a un hecho que, en el fondo, no deja de ser un infortunio que debería estar previsto en el cálculo de riesgos que toda misión militar tiene en un escenario de guerra como es Afganistán.
El Ejército español, es decir, los hombres y mujeres que lo integran, saben mejor que nadie el peligro que entraña su profesión, tanto en la rutina diaria de su trabajo en tiempo de paz como en operaciones estratégicas ordenadas por el mando. Es más, pocos españoles superan a nuestros soldados en espíritu de entrega, de servicio y de sacrificio en el desempeño de su profesión. La razón hay que buscarla en que en la actualidad ninguna institución española como la de nuestros ejércitos es capaz de transmitir y ensañar a sus servidores el sentimiento de amor a España y el orgullo de sentirse español. Y cuando se cree y se siente en la Patria, con mayúsculas, como lo hacen nuestros soldados, la muerte no representa un obstáculo para el cumplimiento del deber. Y no trato de pontificar con este asunto ni de dar lecciones a nadie, puesto que en nuestra sociedad existen otros muchos profesionales que son ejemplo de profesionalidad, valor y abnegación a la hora de cumplir con su trabajo (la lucha contra el fuego está dando este verano demasiadas muestras de entrega y sacrificio de gentes anónimas que ponen en peligro sus vidas por salvar nuestro patrimonio común).
Por eso llama la atención el despliegue de gestos, de medios y de declaraciones por la muerte de un puñado de servidores del Estado en una misión que les era propia. Uno tiene la percepción de que con toda la parafernalia de viajes
in situ del ministro Bono al lugar de los hechos, la videoconferencia con el presidente ZP, la rápida identificación de los cadáveres, el regreso inmediato a España, ZP recorriendo presuroso los acuartelamientos de los soldados fallecidos, los funerales, y todo ello regado con un aluvión de periodistas y cámaras de televisión trasmitiendo a todo trapo imágenes prefabricadas, se ha pretendido encubrir o desviar la atención de la cuestión de fondo. Nadie niega que la pérdida de vidas humanas constituyen una tragedia. El propio director general de Tráfico así calificaba el contingente de personas que cada fin de semana fallece en las carreteras españolas, y sin embargo le atribuimos carácter de normalidad. Pero que mueran 17 soldados en una operación militar, sea del tipo que sea, lo convertimos en un drama nacional de primera magnitud, por el que se movilizan todos los recursos del país, incluyendo a la Casa Real. Pues bien, me parece un exceso fuera de lugar.
La política ha invadido y manipulado a su conveniencia este siniestro, y lo peor es que lo seguirá haciendo mientras le convenga. Entretanto, a día de hoy existen serias dudas sobre la naturaleza del siniestro: si fue un accidente aéreo o un ataque del enemigo desde tierra. Políticos y periodistas discuten y debaten a la luz pública si nuestras tropas allí destinadas lo están en misión de paz o en misión militar, si lo hacen por mandato de la ONU o de la OTAN, si nuestra presencia militar debe retirarse inmediatamente o debe prolongarse. En fin, si son galgos o son podencos, si ZP lo está haciendo mucho mejor que Aznar o está cometiendo los mismos errores; si el hostigamiento de los socialista por la tragedia del Yak-42 se está cobrando su tributo de venganza (ya hay políticos del PP que cuestionan la eficacia en la repatriación de los cadáveres del helicóptero siniestrado).
Pasarán los días y el ruido se apagará. Mientras, nuestros ejércitos seguirán funcionando a pesar de la indiferencia de una gran parte de la ciudadanía y de los políticos. Los profesionales de las Fuerzas Armadas realizarán cada día su trabajo, donde quiera que estén, sin que se oiga una voz más alta que otra por la exigua paga, por la insuficiencia de plantillas, por la escasez de recursos materiales para cumplir con eficacia sus cometidos. Nuestros militares constituyen en la actualidad un colectivo humano reducido pero ejemplar. Pocas veces en el último siglo ha existido tanta unidad de criterio y tan elevado como en la actualidad. Este no es un Ejército ideologizado, pero vive consagrado al amor a España y a la razón de ser que le define nuestra Constitución en el Artículo 8.1.: “Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional.” Por esto nuestros soldados saben cumplir con la máxima entrega cualquier misión, dentro o fuera de España, que le encomiende el Gobierno constitucional. Su sacrificio es rutina diaria. Conocen los riesgos pero el fin les compensa infinitamente. Aman la vida y la paz porque están educados para el horror de la guerra con sus secuelas de muerte y destrucción. En definitiva, han alimentado su profesión de ideales nobles y altruistas. Por lo que el mejor homenaje que se puede ofrecer al soldado muerto en cumplimiento del deber, además de las protocolarias medallas y actos conmemorativos, es el reconocimiento diario a la labor de sus compañeros en activo, así como el respeto y la consideración debida de toda la clase política que, vigilante, deberá esforzarse en dotar a nuestras Fuerzas Armadas del afecto y los medios adecuados para que optimicen su trabajo.