Lo veo venir. En las próximas semanas y meses se potenciará hasta el paroxismo un agrio debate nacional entre los que defienden el proyecto de reforma del Estatuto de Cataluña y los que opinan que este texto representa la liquidación de España tal y como está concebida en la Constitución. El enfrentamiento, que ya es enconado, irá subiendo de tono en la medida en que los contendientes logren incorporar a sus posiciones un mayor número de adeptos.
La batalla política se hará más virulenta en el ágora público -que constituyen los medios de comunicación- que en las instituciones parlamentarias. Pero no tengamos cuidado por saber en qué quedará todo esto. El mal ya está hecho y sus consecuencias las pagaremos todos los españoles, si no tiempo al tiempo. Será una factura muy gravosa, cuyo alto precio dejará maltrecha a importantes instituciones y a mucha gente, además de cicatrices profundas en la vida social y en la confianza hacia la acción política como regeneradora de la convivencia nacional.
Yo creo en la diversidad de opiniones, en el debate y en la confrontación dialéctica. Eso sí, aceptando unas mínimas reglas de juego. Eso no ocurre, en cambio, con muchos que se llaman demócratas y, además, se añaden progresistas. De los
Principios Fundamentales del Movimiento los españoles pasamos, con un breve paréntesis de año y medio, a la Constitución de 1978. Ya sabemos que pese a ser aprobada por una rotunda mayoría en casi todo el territorio nacional, en las Vascongadas la abstención fue superior a la mitad del censo de votantes, lo cual no invalida que de entre los que depositaron su voto en el referéndum del 8 de diciembre, la mayoría fuera favorable al texto constitucional.
Por tanto, los más de 43 millones de ciudadanos que en la actualidad constituimos la Nación española contamos con unas reglas de juego para hacer posible nuestra convivencia: están recogidas en la Carta Magna. Y como la propia Constitución contempla la posibilidad de su reforma, lo propio es -si deseamos cambiar las reglas- que nos pongamos de acuerdo en la reforma necesaria del texto constitucional. Y lo que acaba de ocurrir con la aprobación del proyecto de reforma del
Estatut de Cataluña, es que con el impulso y el respaldo del presidente del Gobierno español se ha auspiciado que los nacionalistas e independentistas catalanes (que representan el 85 por ciento del Parlamento autonómico) hayan elaborado y aprobado un texto claramente anticonstitucional.
El desafuero no puede ser más grave. Enmendar el texto en las Cortes Generales significaría una bofetada clamorosa a la mayoría de representantes de la voluntad popular catalana. Y no hacerlo, representaría la liquidación de la España constitucional. Como se puede comprobar nos encontramos ante una encrucijada histórica de primera magnitud. Por eso digo que el mal ya está hecho, y sus consecuencias serán en cualquier caso nefastas.
Ante este desolador panorama no cabe otro camino que convencernos de la incompetencia de nuestros actuales gobernantes. Los españoles, sean cuales sean sus preferencias políticas, deberíamos repudiar de un plumazo al presidente del Ejecutivo nacional José Luis Rodríguez Zapatero y al presidente de Cataluña Pascual Maragall. Son los máximos responsables de la iniquidad.
El siguiente paso debería ser abrir un amplio debate para reformar la Constitución en los términos que se crea necesario, para dar cabida a las demandas nacionalistas dentro de un orden jurídico preciso y sin opciones a interpretaciones ambiguas y estrambóticas.
Y, por último, se hace imprescindible la reforma de la ley electoral. Hay que acabar de una vez con el privilegio que la actual legislación otorga a las minorías nacionalistas. La sobrerrepresentación nacionalista en las Cortes Generales viene condicionando la gobernación de España desde 1977. Ya es hora de que su excesivo peso específico condicione la voluntad de unas mayorías que creen en una España cívica -la de los derechos civiles- y no en una España étnica, basada en la primacía de la lengua, de los derechos históricos y de una cultura propia.