El conflicto que enfrent? durante todo el siglo XIX y buena parte del XX a la sociedad espa?ola gir? en torno a dos visiones contrapuestas de entender la organizaci?n del Estado. Una era partidaria de mantener vigente a toda costa la secular concepci?n del poder como atributo exclusivo de la Corona, por delegaci?n divina, y, por tanto, bajo la incondicional tutela de la Iglesia cat?lica; era partidaria de perpetuar el Antiguo R?gimen, el estamental y el de los privilegios. La otra, alentada por el pensamiento ilustrado, daba por superada la etapa anterior y situaba la soberan?a en el individuo que, libremente, deb?a decidir su destino mediante el albedr?o de formas primigenias de organizaci?n social; se sent?a arrebatada por la idea de libertad.
La tr?gica dial?ctica hist?rica entre absolutismo y liberalismo se decant?, a partir de la cuarta d?cada del XIX, del lado liberal; aunque nunca desapareci? del todo la tentaci?n absolutista (v?anse los pronunciamientos del carlismo en las d?cadas siguientes). No obstante, el triunfo liberal no fue un camino de rosas. Desde los tiempos de la primera guerra carlista el liberalismo manifest? en su seno profundas divergencias, que pronto llegaron a ser antag?nicas.
A finales de los 50, el general Leopoldo O'Donnell realiz? un gran esfuerzo de pragmatismo al aglutinar en una sola opci?n pol?tica los sectores m?s templados del moderantismo y del liberalismo, creando la Uni?n Liberal. Este partido, el primero propiamente dicho que hubo en Espa?a, alcanz? el poder en 1859 y gobern? sin interrupci?n hasta 1863. En todo lo que corr?a de siglo Espa?a no hab?a vivido un periodo tan grande de estabilidad pol?tica y de progreso econ?mico.
Mas como las cosas terrenales no pueden durar eternamente, y menos en aquellos tiempos tan cambiantes, la paz interior termin? sucumbiendo ante el hostigamiento del recalcitrante moderantismo y del impetuoso liberalismo, acuciado este por el naciente democratismo y republicanismo. Y como redentor de Espa?a ante la vesania reaccionaria que se hab?a instalado en el poder, surgi? un iluminado: el general Juan Prim, el h?roe de los Castillejos. El conde de Reus y vizconde del Bruch se impuso el papel de estandarte del progreso y se lanz? con determinaci?n a la tarea de traer un nuevo r?gimen a Espa?a.
Como hombre y militar de su tiempo, Prim no dud? en instalarse en la aventura insurreccional para devolver lo que ?l pensaba que era el honor y la dignidad a la patria, y durante dos largos a?os acech? a la presa del poder. Ah?to de paciencia, el marqu?s de los Castillejos soport? con estoicismo los fracasos y el exilio. Pero su contumaz perseverancia termin? dando sus frutos, y el 17 de septiembre de 1868 se produjo en C?diz ?La Gloriosa?, el triunfal pronunciamiento que terminar?a con el exilio de la reina Isabel II y con el gobierno en manos de Prim.
Aquel par?ntesis revolucionario que se abri? en la Historia de Espa?a se inaugur? con nuevos modos de dial?ctica pol?tica: el pistolerismo terrorista, que acabar?a con el asesinato del propio Prim, a la saz?n presidente del Consejo de Gobierno. La inconsecuencia de unos y otros dio lugar en apenas seis a?os a especular con todas las f?rmulas posibles del Estado: Regencia, Monarqu?a y Rep?blica (esta ?ltima en sus variantes de federalismo vertical y horizontal). El experimento termin? en un clamoroso fiasco.
Esta triste y lamentable desventura hist?rica fue el resultado de la fantasiosa puerilidad de unas clases dirigentes m?s preocupadas en mirarse el ombligo que en comprometerse en una verdadera tarea modernizadora de Espa?a. Demasiadas contradicciones, desconfianzas, rencores y odios puestos en la misma olla. De aquel caos termin? benefici?ndose la burgues?a moderada que reinstaur? la monarqu?a en la persona de Alfonso XII, hijo de Isabel II, con la consiguiente aclamaci?n del pueblo espa?ol.
La incapacidad de aquellos ilusos dirigentes para solucionar los problemas end?micos de la poblaci?n, y su facilidad para crear otros nuevos, como poner en riesgo la unidad nacional, produjo una gran ocasi?n perdida. La Restauraci?n supuso una segunda oportunidad, que si bien fue v?lida hasta comienzos del nuevo siglo, se vio superada por su propio agotamiento. Despu?s sobrevino otro nuevo periodo autoritario con el general Primo de Rivera, para concluir en otro de esperanza, malgastado y tirado por la borda.
Aqu? y ahora, en la Espa?a de 2006, ya no se debate entre absolutismo y liberalismo sino entre la idea de una Espa?a confederal e intervencionista y una Espa?a liberal y de progreso. Buena parte de la actual clase pol?tica se ha convencido de que los ?tiempos? de la Uni?n Liberal o de la Restauraci?n -
versus Transici?n- han llegado a su fin. Y persuadidos de la necesidad de una transformaci?n radical, m?s por ambici?n ciega de poder que por evidencia sustantiva de la ineficacia del actual sistema, nos han embarcado a los espa?oles en un peligroso viaje. Los m?s pesimistas est?n viendo ya el abismo; otra parte sustancial de la sociedad se muestra incr?dula porque cree que da lo mismo una cosa que la otra; y los entusiastas de la Espa?a de Zapatero se ven ya en la Arcadia feliz.
Desde mi rinc?n de observador medito sobre aquellas experiencias del pasado. En ambos casos el titular de la Corona sali? corriendo para evitar el derramamiento de sangre, y en ninguno lo consigui?. En el primero hubo una segunda oportunidad m?s que razonable, en cambio en el segundo el remedio fue peor que la enfermedad. Y yo, sinceramente me pregunto: ?Habr? ocasi?n esta vez para remediar esta tercera desventura?