Los partidos políticos en España son los únicos cauces canalizadores de las inquietudes y preocupaciones públicas de los ciudadanos; así ocurre desde que fueron legalizados en 1977. No existe ninguna otra posibilidad de que la soberanía popular pueda expresar sus opiniones y pareceres sobre los asuntos que les inquietan y conmueven, salvo el recurso individual al pataleo (enviando a los periódicos "cartas al director", tratando de intervenir por teléfono en algunos programas de radio o recurriendo al Defensor del Pueblo).
Por eso, sabedores los dirigentes políticos de que el sistema de partidos constituye una auténtica maquinaria de poder, no hacen nada por restituir a los ciudadanos su derecho a la libertad política: un derecho individual y esencial de la ciudadanía. De esta manera los partidos ejercen su oligopolio de manera implacable, y han restringido la capacidad de acción y decisión de los verdaderos sujetos de derecho político (los ciudadanos) a la tarea de emitir su voto en los plebiscitos. Queda demostrada, pues, la capacidad de estas organizaciones para mantener inermes las voluntades individuales, tanto si es simpatizante como si no, y todo ello con la complicidad y connivencia de la mayoría de los medios de comunicación.
No voy a enumerar aquí a los grandes pensadores y hombres de acción que han contribuido a definir lo que es un sistema democrático liberal (es un error muy común identificar democracia y libertad, cuando es obvio que ambos conceptos no son sinónimos). Por esta razón, para que un Estado pueda gozar de un régimen democrático en libertad, es necesario que se cumplan varias premisas: reconocimiento amplio de derechos individuales (libertad de expresión, religiosa, propiedad privada, igualdad ante la ley, etcétera), sufragio universal y separación de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial).
Es evidente que en el caso español se incumple de forma flagrante la tercera condición. ¿Por qué? Pues por la sencilla razón de que nuestro sistema electoral de listas cerradas está dirigido exclusivamente a fortalecer la estructura de los partidos que consiguen obtener representación parlamentaria, y porque las elecciones legislativas no son puras sino que implican la elección del poder ejecutivo. De esta manera, poder ejecutivo y poder legislativo están indisolublemente unidos, hasta tal punto que el jefe de gobierno elegido asume un poder omnímodo, incluso sobre su propio partido. La única debilidad política se deriva de si la mayoría parlamentaria es o no suficiente para gobernar en solitario.
Este difícil equilibrio para mantenerse durante toda la legislatura, es el principal motivo que lleva a los jefes de gobierno a rubricar acuerdos envenenados con exiguas fuerzas políticas periféricas. Así le ocurrió a Adolfo Suárez y a José María Aznar en su primera legislatura, y también a Felipe González en su cuarto mandato; ahora le está pasando a José Luis Rodríguez Zapatero. Por esa razón las mayorías absolutas tienen tan mala prensa en nuestro país: se las crítica porque hacen a los gobiernos prepotentes y poco dialogantes. En realidad ocultan la frustración que supone para la oposición no tocar bola durante la legislatura, toda vez que se posibilita -con sus errores y sus aciertos- que la fuerza mayoritaria pueda sacar adelante su programa electoral sin concesiones ni chantajes de otros.
En cualquier caso, una vez conseguido el control por el poder ejecutivo del poder legislativo, la tentación del primero para socavar la independencia del tercer poder del Estado, el judicial, no ha cesado desde la creación del Consejo General del Poder Judicial en 1986. Con la prerrogativa que la Constitución otorga al gobierno para designar al Fiscal General del Estado, así como el nombramiento de la mayoría de los vocales del CGPJ a propuesta del Parlamento, pocas posibilidades se han dejado a la Justicia de no ser abducida por la política en general, y por la influencia gubernamental en particular.
La prueba más reciente de cuanto aquí se dice queda reflejada en el resultado del referéndum catalán del pasado domingo. El gran argumento que esgrimieron los líderes del Tripartito -al que se sumaron los de CiU-, de que el proyecto estatutario había sido respaldado por el 87 por ciento de los representantes de la soberanía popular, para refutar las acusaciones de inconstitucionalidad de dicho texto esgrimidas desde las filas del PP y por numerosas personalidades del mundo intelectual y periodístico, ha resultado ser un claro ejemplo de sofisma y de retórica fraudulenta.
Una vez más ha quedado demostrado el abismo que separa a la clase política de la sociedad civil. En el caso de Cataluña es patente que el juego de intereses de los partidos políticos (especialmente el nacionalismo y la izquierda federalista), no está en sintonía con las preocupaciones y prioridades de los ciudadanos de esta Comunidad. Prueba de ello es que algo más de la mitad de la soberanía popular no ha querido hacer el esfuerzo de pronunciarse sobre la reforma estatutaria: ni siquiera para expresar con el voto en blanco que no apoya ni el sí ni el no.
La artificiosidad del proyecto territorial de Rodríguez Zapatero -gran impulsor y garante del nuevo estatuto catalán- ha quedado al descubierto, una vez más, al recordar algunas de sus palabras -pronunciadas en el Congreso el 1 de febrero de 2005-, con las que defendió la doctrina de que «las normas políticas con el 51 por ciento para ordenar la convivencia acaban en fracaso», aclarando, aún más que «para construir con legitimidad un orden político, una norma institucional básica, me da igual que sea una constitución o un estatuto político (...) no sirve el 51 por ciento». Esta declaración motivó el rechazo de la Cámara Baja al Plan Ibarretxe, aquel plan soberanista de libre asociación de Euskadi con España.
Como se puede comprobar, los políticos siempre arriman el ascua a su sardina. No se arredran lo más mínimo en defender una cosa y la contraria siempre que puedan obtener réditos electorales. No olvidemos que socialistas, populares y nacionalistas han gobernado en Galicia con un estatuto que apenas tiene el refrendo del 28 por ciento de los electores. Aquí no se salva nadie. Me produce vergüenza ajena comprobar la fruición con que populares y socialistas se congratulan de haber reformado el estatuto de la Comunidad Valenciana, o cuando sacan pecho en los debates sobre las reformas de los de Andalucía, Baleares o Aragón. En ninguna de esas comunidades se ha percibido hasta ahora el menor clamor sobre la necesidad de cambios.
En Cataluña han tenido que pasar veintisiete años desde que se aprobara el Estatuto de Sau, para evidenciar que sus ciudadanos -mayoritariamente- no han conectado con las aspiraciones soberanistas de gran parte de sus representantes políticos. Lo lógico es que el proceso se hubiera gestado justo al revés: que los partidos políticos hubieran sabido recoger las preocupaciones al respecto de los ciudadanos, e incorporarlas a su acción política en función de su prioridad.
¿Cuál hubiera sido el resultado del referéndum del domingo si los promotores del nuevo estatuto no hubieran contado con los inmensos recursos mediáticos a su servicio, incluidos los del Gobierno de la Nación? Resulta paradójico que aquel consenso de casi un 90 por ciento del Parlamento catalán a favor del nuevo estatuto, se haya visto refrendado por tan sólo el 36 por ciento de los ciudadanos. Pobre resultado después de más de 2 años de grandilocuentes discursos, donde se ha exagerado hasta la extenuación el agravio histórico y el victimismo del pueblo catalán respecto del resto de España.
Veintisiete años después del referéndum sobre el estatuto todavía vigente, y cuando se supone que en la actualidad la ciudadanía es mucho más madura políticamente, no han servido para superar las cotas de aquel plebiscito, en el que participó el 59,6 por ciento de los electores, de los cuales el 88,2 lo sancionó afirmativamente. No es difícil colegir el divorcio existente entre ciudadanos y políticos. Pero mucho me temo que nadie está dispuesto a hacer acto de contrición, ni a sacar conclusiones que no sean las de pavonearse de lo bien que lo han hecho. Nuestros políticos propenden a la tiranía porque en ella se sienten poderosos. Jamás sienten remordimientos de sus maldades y su existencia la consideran un regalo de los dioses para los millones de infelices que han tenido la dicha de caer en sus manos. La libertad política es la única arma democrática que nos podría liberar de la tiranía de los partidos y sus secuaces.
Censo: 5.202.291 ciudadanos con derecho a voto.
Participación: 49,41% (2.569.268)
Abstención: 50,59% (2.633.023)
Sí: 73,90% (1.877.499)
No: 20,76% (527.383)
Blanco: 5,34% (135.670)
Nulos: 0,9% (22.999)
Constitución española (6.11.1978): 67,91% de participación y 90,50% de síes.
Estatuto de Sau (25.10.1979): 59,60% de participación y 88,2% de síes.
Decir que "algo habrá hecho" esa mujer para que su pareja la haya pegado o, incluso, haya terminado matándola, es considerado socialmente en nuestros días como una aberración. O, decir que "algún motivo habrá dado" de alguien que acaba de ser asesinado con un tiro en la nuca o con una bomba lapa por unos terroristas de ETA, también sería considerado como una monstruosidad. Y, sin embargo, esas barbaridades se han pronunciado muchas veces -más de las que podríamos enumerar- en situaciones similares a los ejemplos citados.
La memoria ilumina con frecuencia paradojas de la vida -de la nuestra propia y de la sociedad en general-, que a poco que tengamos un mínimo de sensibilidad y de humildad de corazón no pueden menos que sonrojarnos moralmente. Es indudable que recurrir a la violencia física, como parte de un método educativo, para corregir y escarmentar a un escolar es más que discutible, aunque durante siglos haya sido aceptado con aquiescencia por los padres de los alumnos y por el conjunto de la sociedad. De la misma manera que es inaceptable -como ocurre con demasiada frecuencia- que los educandos se tomen la justicia por su mano cuando el educador les incomoda y les pone en evidencia por su mal comportamiento o por su falta de rendimiento escolar.
Lo más vergonzante de los usos y costumbres en los que nos movemos, es la facilidad con que los hombres manipulamos y adaptamos a nuestra conveniencia los criterios éticos y morales que presumimos defender. Si la violencia es mala en sí misma, no puede haber excepciones ni matices que la justifiquen. Por eso clama contra la inteligencia y la ética de la vida pública, que determinados políticos hayan sido capaces de condenar las agresiones que han sufrido diferentes líderes del Partido Popular en Cataluña, a la vez que dejaban caer argumentos que terminaban por justificar dichas agresiones. Es precisamente esa doble moral lo que pone de relieve la miseria y el raquitismo intelectual y moral de buena parte de nuestros dirigentes políticos. Cuando se llega tan bajo se puede esperar cualquier cosa que ocurra en un futuro inmediato. Da la sensación de que ya es imparable el desbordamiento de lo que hasta ahora creíamos que eran las reglas de la convivencia. Tendremos que estar alerta y vigilantes a las sorpresas que nos esperan. No sé si a pesar de todo nos encontrarán preparados para defendernos de tantas agresiones, sobre todo si desconocemos su naturaleza. Pero me temo que dará igual. Estamos en un proceso en el que disentir abiertamente es como ponerse uno mismo la estrella amarilla de David con la que los nazis marcaban a los judíos para conducirlos al holocausto.