Un antiguo profesor mío de filosofía -de aquellos lejanos tiempos en los que yo estudiaba el bachillerato superior-, recuerdo que nos insistía en su clases de la necesidad de delimitar con prontitud la disposición dialogante de nuestros interlocutores en los prolegómenos de cualquier debate. Cumplir con esta premisa permitía vislumbrar si existían o no posibilidades para un debate constructivo o, si por el contrario, adentrarse en él supondría malgastar el tiempo con nuestros contertulios. Según mi sabio maestro, lo esencial en cualquier diálogo o coloquio no es que los tertulianos tengan opiniones diferentes, e incluso radicalmente opuestas, sino que la disposición que les anime a debatir y a confrontar sea la búsqueda de la verdad. También decía que sólo desde el respeto y la consideración hacia nuestros oponentes estamos en condiciones de dignificar nuestras propias ideas y, por tanto, nuestro propio yo.
Me asalta este recuerdo como un resorte en numerosas ocasiones. Por mí parte, doy fe de que procuro ponerlo en práctica en casi todas las ocasiones en que me veo en la necesidad de debatir y discutir con otras personas sobre cualquier aspecto de la vida, ya sean asuntos profesionales o de cualquier otra índole. Lo que no sé, y me temo que pocas, es cuántas veces cumplo correctamente con el viejo precepto hace ya tanto tiempo aprendido.
Si mis queridos lectores -si es que todavía me queda alguno- observan atentamente el fragor dialéctico que acontece en el ágora de la vida pública, coincidirán conmigo en que la mayoría de las ocasiones se trata de debates entre sordos: nadie escucha a nadie, o únicamente escuchan lo que cada uno quiere oír. La política que actualmente se practica está tan envenenada de sectarismo y de ambición de poder que ha corrompido todos los principios y valores de la sociedad y de la democracia. Vivimos la dictadura de la partitocracia, y las ideologías son, en buena medida, instrumentos moldeables que se adaptan sin rigor y sin rubor a los intereses de cada momento. El número de votos obtenido en las urnas es utilizado con descaro y desvergüenza por los partidos políticos como el gran legitimador de sus excesos y desafueros.
Traigo a colación la enseñanza de mi profesor de filosofía con motivo de la descarnada controversia que se está viviendo en la sociedad española a cuento de la llamada “memoria histórica”. Si ya en un anterior artículo expresé mi opinión sobre este asunto, quiero subrayar en el presente hasta qué punto es imposible que los políticos de uno u otro signo alcancen algún acuerdo. Y es que lo notable de este debate no es quién tiene razón -si es que la tiene alguien-, sino que transcurridos setenta años desde que empezara la Guerra Civil, los políticos -y la ciudadanía- mantienen entre sí concepciones ideológicas tan enfrentadas que cualquiera diría que no han discurrido siete décadas de por medio, y que los españoles actuales somos bien diferentes (o no) de los de aquellos dramáticos años. Pues bien, si entonces el encono, el desprecio y el odio cainita desembocó en un terrible enfrentamiento armado, que trajo consigo tanto dolor, tanta muerte y tanta destrucción, qué puede hacernos pensar que si seguimos -los descendientes de aquellos contendientes- anclados en posiciones ideológicas similares, ahora seremos capaces de un acuerdo sobre la manera de reparar las injusticias del pasado.
En 1977 el rey Juan Carlos y el presidente del gobierno Adolfo Suárez emprendieron un espinoso y difícil camino para transitar de la dictadura a la democracia. Ambos supieron tocar los resortes precisos del sistema impuesto para salir de él sin el menor rasguño. Convocaron a los dirigentes de todas las ideologías y entre todos se comprometieron a cancelar el pasado y a inaugurar el futuro en el que cupiéramos todos los españoles. En general se hizo un buen trabajo, aunque no exento de sombras. Y como dice la canción de Joan Manuel Serrat, “la verdad no es triste ni alegre, tan sólo irremediable”. Así que a partir de la Constitución de 1978 diferentes gobiernos de distinto signo aprobaron medidas de gracia y reparación sobre los excesos del régimen anterior y de muchas injusticias cometidas contra personas leales a la República: desde una amnistía general, pasando por el reconocimiento y restitución de derechos, hasta indemnizaciones por años de cárcel y el pago de haberes atrasados. Todo ello, naturalmente, jamás será suficiente para reparar tanta injusticia que, medio siglo después, es irremediable. Pero se puso corazón y voluntad por desagraviar a tantas víctimas.
Ahora, lo que el gobierno socialista de Rodríguez Zapatero está haciendo no es bueno. Y no es bueno no porque no quede nada más que hacer por reconocer derechos y establecer nuevas medidas de gracia a favor de quienes padecieron persecución y violencia durante la guerra y la dictadura, sino porque lo que se transmite a la opinión pública es un tufillo de rencor y de soberbia muy peligroso. No hay más que escuchar los argumentos que esgrimen unos y otros para comprobar que difícilmente se puede hacer justicia sobre las víctimas de la guerra civil si ni tan siquiera existe un acuerdo, tácito o expreso, sobre la historia de la II República y de las causas que llevaron a los españoles al enfrentamiento armado. Es preocupante que una generación más joven de políticos que la que hizo la Transición, pretenda hoy día enarbolar la bandera de un puritanismo republicano avasallado ignominiosamente por el fascismo. Un terreno que a estas alturas debería estar reservado exclusivamente a los historiadores e investigadores, está siendo ocupado por unos presuntos redentores sectarios, dispuestos a darle la vuelta a la tortilla y a convertir a los perdedores de aquella contienda en ganadores morales. En definitiva, han invadido el ámbito de la privacidad de los sentimientos, han despreciado a los historiadores y se han erigido en patrón-moneda de la verdad. Y se niegan en redondo a admitir que aquel (como en todos) fue un conflicto donde nadie estuvo exento de culpa, unos por acción y otros por omisión.
Visto lo visto, mucho me temo que aquí, como en tantos otros asuntos de la vida pública, hay poco que hacer. Con los que juegan con los fantasmas del pasado el debate no merece la pena, salvo votarlos de los cenáculos del poder.