Viernes, 22 de diciembre de 2006
Un antiguo profesor mío de filosofía -de aquellos lejanos tiempos en los que yo estudiaba el bachillerato superior-, recuerdo que nos insistía en su clases de la necesidad de delimitar con prontitud la disposición dialogante de nuestros interlocutores en los prolegómenos de cualquier debate. Cumplir con esta premisa permitía vislumbrar si existían o no posibilidades para un debate constructivo o, si por el contrario, adentrarse en él supondría malgastar el tiempo con nuestros contertulios. Según mi sabio maestro, lo esencial en cualquier diálogo o coloquio no es que los tertulianos tengan opiniones diferentes, e incluso radicalmente opuestas, sino que la disposición que les anime a debatir y a confrontar sea la búsqueda de la verdad. También decía que sólo desde el respeto y la consideración hacia nuestros oponentes estamos en condiciones de dignificar nuestras propias ideas y, por tanto, nuestro propio yo.

Me asalta este recuerdo como un resorte en numerosas ocasiones. Por mí parte, doy fe de que procuro ponerlo en práctica en casi todas las ocasiones en que me veo en la necesidad de debatir y discutir con otras personas sobre cualquier aspecto de la vida, ya sean asuntos profesionales o de cualquier otra índole. Lo que no sé, y me temo que pocas, es cuántas veces cumplo correctamente con el viejo precepto hace ya tanto tiempo aprendido.

Si mis queridos lectores -si es que todavía me queda alguno- observan atentamente el fragor dialéctico que acontece en el ágora de la vida pública, coincidirán conmigo en que la mayoría de las ocasiones se trata de debates entre sordos: nadie escucha a nadie, o únicamente escuchan lo que cada uno quiere oír. La política que actualmente se practica está tan envenenada de sectarismo y de ambición de poder que ha corrompido todos los principios y valores de la sociedad y de la democracia. Vivimos la dictadura de la partitocracia, y las ideologías son, en buena medida, instrumentos moldeables que se adaptan sin rigor y sin rubor a los intereses de cada momento. El número de votos obtenido en las urnas es utilizado con descaro y desvergüenza por los partidos políticos como el gran legitimador de sus excesos y desafueros.

Traigo a colación la enseñanza de mi profesor de filosofía con motivo de la descarnada controversia que se está viviendo en la sociedad española a cuento de la llamada “memoria histórica”. Si ya en un anterior artículo expresé mi opinión sobre este asunto, quiero subrayar en el presente hasta qué punto es imposible que los políticos de uno u otro signo alcancen algún acuerdo. Y es que lo notable de este debate no es quién tiene razón -si es que la tiene alguien-, sino que transcurridos setenta años desde que empezara la Guerra Civil, los políticos -y la ciudadanía- mantienen entre sí concepciones ideológicas tan enfrentadas que cualquiera diría que no han discurrido siete décadas de por medio, y que los españoles actuales somos bien diferentes (o no) de los de aquellos dramáticos años. Pues bien, si entonces el encono, el desprecio y el odio cainita desembocó en un terrible enfrentamiento armado, que trajo consigo tanto dolor, tanta muerte y tanta destrucción, qué puede hacernos pensar que si seguimos -los descendientes de aquellos contendientes- anclados en posiciones ideológicas similares, ahora seremos capaces de un acuerdo sobre la manera de reparar las injusticias del pasado.

En 1977 el rey Juan Carlos y el presidente del gobierno Adolfo Suárez emprendieron un espinoso y difícil camino para transitar de la dictadura a la democracia. Ambos supieron tocar los resortes precisos del sistema impuesto para salir de él sin el menor rasguño. Convocaron a los dirigentes de todas las ideologías y entre todos se comprometieron a cancelar el pasado y a inaugurar el futuro en el que cupiéramos todos los españoles. En general se hizo un buen trabajo, aunque no exento de sombras. Y como dice la canción de Joan Manuel Serrat, “la verdad no es triste ni alegre, tan sólo irremediable”. Así que a partir de la Constitución de 1978 diferentes gobiernos de distinto signo aprobaron medidas de gracia y reparación sobre los excesos del régimen anterior y de muchas injusticias cometidas contra personas leales a la República: desde una amnistía general, pasando por el reconocimiento y restitución de derechos, hasta indemnizaciones por años de cárcel y el pago de haberes atrasados. Todo ello, naturalmente, jamás será suficiente para reparar tanta injusticia que, medio siglo después, es irremediable. Pero se puso corazón y voluntad por desagraviar a tantas víctimas.

Ahora, lo que el gobierno socialista de Rodríguez Zapatero está haciendo no es bueno. Y no es bueno no porque no quede nada más que hacer por reconocer derechos y establecer nuevas medidas de gracia a favor de quienes padecieron persecución y violencia durante la guerra y la dictadura, sino porque lo que se transmite a la opinión pública es un tufillo de rencor y de soberbia muy peligroso. No hay más que escuchar los argumentos que esgrimen unos y otros para comprobar que difícilmente se puede hacer justicia sobre las víctimas de la guerra civil si ni tan siquiera existe un acuerdo, tácito o expreso, sobre la historia de la II República y de las causas que llevaron a los españoles al enfrentamiento armado. Es preocupante que una generación más joven de políticos que la que hizo la Transición, pretenda hoy día enarbolar la bandera de un puritanismo republicano avasallado ignominiosamente por el fascismo. Un terreno que a estas alturas debería estar reservado exclusivamente a los historiadores e investigadores, está siendo ocupado por unos presuntos redentores sectarios, dispuestos a darle la vuelta a la tortilla y a convertir a los perdedores de aquella contienda en ganadores morales. En definitiva, han invadido el ámbito de la privacidad de los sentimientos, han despreciado a los historiadores y se han erigido en patrón-moneda de la verdad. Y se niegan en redondo a admitir que aquel (como en todos) fue un conflicto donde nadie estuvo exento de culpa, unos por acción y otros por omisión.

Visto lo visto, mucho me temo que aquí, como en tantos otros asuntos de la vida pública, hay poco que hacer. Con los que juegan con los fantasmas del pasado el debate no merece la pena, salvo votarlos de los cenáculos del poder.

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Martes, 19 de diciembre de 2006
Cierre de Air MadridEl lamentable espectáculo al que estamos asistiendo estos días, al contemplar en los aeropuertos de Barajas y El Prat a miles de inmigrantes iberoamericanos atrapados, me ha dado la oportunidad de reflexionar, una vez más, sobre la inescrutable condición del ser humano.

De una parte nos encontramos ante la dramática precariedad de los más débiles: aquellos que desean, después de varios años fuera de su tierra, regresar a casa para reencontrarse con los suyos. Y, de otra, las imprevisibles contingencias del destino que dificultan el cumplimiento de los sueños de tantos menesterosos.

Todo parece confluir en una tormenta de casualidades, que de pronto se desparrama sobre el frágil equipaje de ilusiones y anhelos de estas huestes errantes a través de una diáspora de supervivencia. La insensible ambición de un empresario incompetente e inmoral ha esquilmado las enjutas reservas de miles de inmigrantes; y con tan irresponsable proceder, de paso, ha marchitado el caudal de alegría que el retorno al hogar había hecho florecer.

Yo no sé si la intervención fulminante del Ministerio de Fomento ha agravado los perjuicios a los viajeros y a la aerolínea; o si, por el contrario, ha impedido que el desastre hubiera sido mucho mayor en poco tiempo. En cambio si estoy en condiciones de afirmar que las concesiones estatales a entidades privadas para que desarrollen servicios públicos deberían ser vigiladas más rigurosamente y, en su caso, advertidas y amonestadas con mayor diligencia para que cumplan con las obligaciones contraídas. De nada sirve a estas alturas (más bien acrecienta la alarma social) que se diga que desde hace meses se venían observando graves incumplimientos que afectaban, incluso, a la seguridad de la línea aérea.

Estamos en víspera de Navidad. Los pueblos iberoamericanos participan celosamente de la cultura cristiana; incluso de manera más fervorosa que sus colonizadores españoles y portugueses. Para más de dos millones de inmigrantes del otro lado del Atlántico, regresar a su tierra de vacaciones representa un sacrificio enorme (hoy día las distancias no se miden en kilómetros sino en dólares o en euros). Por eso ahorran con gran esfuerzo (después de pagar su subsistencia en España y de enviar algún dinero a sus familias) para ir de vacaciones al menos una vez cada dos o tres años. Y mayoritariamente escogen el tiempo de Navidad para poder compartir tan entrañables fechas con sus seres queridos. Todo muy similar a lo que les ocurría a los emigrantes españoles en Europa hace tres o cuatro décadas.

Por el especial sentimiento de fraternidad al que mes siento unido, yo apelo a la solidaridad del pueblo español y de las instituciones que lo representan, para que se ayude a estos viajeros -hoy anclados en los vestíbulos aeroportuarios- a que puedan cumplimentar sus deseados viajes. Si es necesario con dinero público. Ya sé que los negocios frustrados sólo deben implicar a sus promotores. Pero como en toda regla, hay excepciones. Volver a casa por Navidad es un derecho al que no deberíamos renunciar, máxime si encima son miles de humildes inmigrantes que han pagado por adelantado, y unos desaprensivos e incompetentes empresarios y gestores han levantado el vuelo dejándo al pasaje en tierra y a dos velas.

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Viernes, 15 de diciembre de 2006
No lo puede evitar, y no lo quiere evitar. Enric Sopena es una de esas personas que ha consagrado su vida profesional (ejerce de periodista) a ser un anti algo: en este caso un anti Partido Porpular, y, por ende, ser un anti todo aquello que tenga o pueda tener que ver -aunque sea someramente- con la derecha representada por el anagrama de la gaviota. Lo más curioso es el esfuerzo que realiza Sopena por parecer una persona ponderada y ecuánime. Pero le delata su entrecejo y la facilidad con la que la ira tiñe de rojo su rostro.

Sinceramente creo que Enric Sopena ha nacido para ser incondicional de algo o de alguien (tanto monta), por lo que en esta tesitura (la política) es fácil colegil que haya caído de bruces en el estigma del fustigador de herejes y del exterminador de infieles. Todo esto dicho con irónico respeto. Lo cierto es que le va la marcha, y nunca rehúsa la pelea, más bien la busca. Y aunque gusta de disfrazar su inquina y contrariedad con formas y maneras armoniosas y educadas, la verdad es que su fruncir de ceño y su facilidad para el arrebol son muestras palpables de que el debate no es en él un recurso dialéctico natural, sino una calculada técnica de confrontación a falta de otros métodos más expeditivos (vamos, que si pudiera te borraba del mapa).

Los que hemos tenido la ocasión de tratar y conocer a este personaje sabemos muy bien que en él todo está supeditado a su misión: esclarecer la verdad. Gusta exhibir sus credenciales profesionales o de exigírselas a los demás, no sintiendo el menor reparo en hacer todo tipo de alardes de parcialidad y de sectarismo, sin que en estos casos sus mejillas se ruboricen lo más mínimo. ¡Cosas veredes, Sancho!

Así que ahí le tienen ustedes, al bueno de Enric Sopena, tan atildado él y tan elocuente. Lean sus análisis en "El Plural", el blog desde el que (en compañía de otras ilustres plumas) ilumina a la opinión pública; obsérvenle y escúchenle en el programa "59 segundos" de Televisión Española, y comprobarán su facundia y su exquisita y proverbial facultad para el discurso riguroso, alejado de cualquier atisbo de radicalidad y dogmatismo. También se deja ver y oír en algún otro programa de televisión y de radio, junto a eminentes expertos, para debatir sobre asuntos de actualidad. Sopena siempre ocupa una silla para zurrarle la badana a los chicos del PP y a la derechona de toda la vida. Con motivo de la muerte del criminal Pinochet en Chile, el ínclito periodista no ha desaprovechado la oportunidad para acordarse de José María Aznar y del capitán Rodríguez Lozano, el abuelo del presidente Rodríguez Zapatero. ¡Portentoso! Ya le queda menos para que su nombre salte al Boletín Oficial del Estado. Su estulticia demanda una pronta recompensa.

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S?bado, 09 de diciembre de 2006
Hombre de DiosCorren tiempos de tribulación. La humanidad tiene pocos motivos para la esperanza. Las sociedades opulentas viven ensimismadas en sus pequeñas miserias: la política del poder, el control de los mercados, el crecimiento económico, la satisfacción personal. Las demás sociedades, las que quieren salir de la miseria y de la opresión se miran (con desconfianza) en el espejo de las poderosas; las imitan en todo, especialmente en sus aspectos más despreciables.

Libertad y democracia son conceptos que han quedado reducidos a meras caricaturas semánticas; hermosas palabras ensuciadas y pisoteadas por toda clase de patanes y orates, y que en el colmo de la vacuidad y el relativismo intelectual y moral se han vaciado de su verdadero significado: “hacer lo que uno desee mientras no se perjudique a nadie”. Este es el corolario que sustancia el punto culminante de nuestra civilización; es el punto sublime en el que el hombre de nuestro tiempo -el hombre moderno- cree haber concluido su misión en la tierra.

Como es lógico deducir, de tan oprobioso reducionismo moral no puede más que desprenderse insatisfacción, agravio e insolidaridad. Es el triunfo rampante del yo frente a la comunidad. Es la negación de la caridad como raíz y fundamento de la vida y de la piedad cristiana ("...aquel amor de Jesucristro que supera toda ciencia y nos llena de la plenitud de Dios" [Efesios 3,17-19]). Es la nada frente a nosotros mismos. Porque cuando la caridad, la piedad y el amor dejan de formar parte de nuestro acervo de convicciones íntimas, la justicia y la solidaridad se trastocan en conceptos insípidos e infecundos que apenas sirven para apuntalar discursos sociales carentes de compromiso.

En este punto de la presente reflexión viene a mi memoria un cuento que leí hace mucho tiempo y que creo viene al caso. Trata de una antigua leyenda medieval, en la que se narraba como un buen hombre fue injustamente acusado de haber asesinado a una mujer. En realidad, el verdadero criminal era un personaje muy influyente del reino, por lo que las autoridades no dudaron en inculpar a un inocente plebeyo con tal de encubrir al culpable. Lo cierto fue que el ingenuo acusado fue llevado ante el tribunal de justicia consciente de las escasas posibilidades que tendría, por no decir que ninguna, de escapar al terrible veredicto: la horca. Efectivamente, el propio juez también participaba del complot, aunque se esforzó para que el juicio aparentase de un impecable procedimiento legal; tan es así, que incluso llegó a decir al infortunado acusado: “Conociendo tu fama de hombre justo y devoto del Señor, vamos a dejar en manos de Él tu destino. Escribiremos en dos papeles separados las palabras culpable e inocente. Tú escogerás y será la mano de Dios la que decida tu suerte.” Por supuesto, el mal funcionario había preparado dos papeles con la misma leyenda, CULPABLE, y la pobre víctima aún sin conocer los detalles se daba cuenta que el sistema propuesto era una trampa: no había escapatoria. El juez conminó al hombre a tomar uno de los papeles doblados. Éste respiró profundamente, quedó en silencio durante unos segundos con los ojos cerrados, y cuando la sala comenzaba ya a impacientarse abrió los ojos y con una extraña sonrisa tomó uno de los papeles y, llevándolo a su boca, lo engulló rápidamente. Sorprendidos e indignados los presentes le reprocharon airadamente: “Qué has hecho, desgraciado. Cómo vamos a conocer el veredicto.” “Es muy sencillo -respondió el hombre-. Es cuestión de leer el papel que queda y sabremos lo que decía el que me tragué”. Con rezongos y bronca mal disimulada el juez se sintió obligado a liberar al acusado y jamás se le volvió a molestar.

Desgraciadamente, los tiempos actuales no son propicios a la caridad y la piedad. Y aunque son muchos los hombres que hacen de la virtud su regla, la falacia, el sofisma y el materialismo oprimen con irreductible perversión la conciencia de la humanidad. A pesar de que Albert Einstein porfiara en aquello de que “en los momentos de crisis sólo la imaginación es más importante que el conocimiento”, no parece plausible que los seres humanos mejoremos nuestra condición a fuer de ingenio. Más bien parece lo contrario, que la virtud que hace al hombre justo nos viene consignada por la palabra y el testimonio de Jesús: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida...” (Juan, 14, 6). Son estas raíces olvidadas, antiguas y a la vez actuales, las únicas que pueden devolvernos la identidad como seres humanos.

Publicado por torresgalera @ 16:57  | Cosas que importan
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