Esta es la bitácora de Miguel Torres Galera. Un espacio para la reflexión y el debate, donde expresar opiniones sobre los hechos, sin prejuicios y sin dogmas; un lugar donde las ideas se abren paso entre las ideologías.
La perplejidad en la que está sumida la sociedad europea es cada día más notoria. Se trata de una perplejidad que tiene sus fundamentos en el proceso de desarraigo identitario que se inició en el viejo continente con la revolución bolchevique de 1917. Luego serían las ideologías totalitarias de signo nazi y fascista las que terminarían estigmatizando el legado histórico de una cultura original y secular. De nada sirvieron las grandes confrontaciones genocidas que asolaron Europa en el siglo XX. Al final, tras la Segunda Guerra Mundial, el nihilismo, el existencialismo y el materialismo se esparcieron como pandemias que envenenaron la conciencia intelectiva de un continente que había llegado a alcanzar la más alta cima de la civilización humana.
Los conceptos de progreso, libertad y justicia fueron repensados y reelaborados desde el aventurerismo cognitivo. La razón y la fe fueron desbordados por la razón científica y por el pragmatismo del beneficio. Conceptos como seguridad y equilibrio se hicieron preponderantes y orientaron las relaciones internacionales. En el interior de los estados la “sociedad del bienestar” se abrió paso entre el humanismo cristiano y la libertad de conciencia. La universidad fue cediendo en su papel de guardián de los tesoros del pensamiento acrisolado por una larga tradición histórica, para convertirse en laboratorio de una ilustración materialista y rupturista.
El ser humano como esencia de una fuerza creadora superior ha dejado de ser el epicentro del trasiego intelectual. El empirismo ideológico monopoliza el debate social y el pragmatismo del poder se ha impuesto a cualquier proyecto de evolución humanista. Nada que se oponga a las fuerzas dominantes es tenido en cuenta sino como enemigo del progreso políticamente correcto. Por eso lo verdaderamente heroico hoy en día no es la audacia en la presentación de cualquier propuesta original. No. Lo único heroico, por no decir revolucionario, es defender la ortodoxia. Quien crea y defienda el nombre de Dios, el bien supremo, la verdad, el amor al prójimo, la erradicación del mal, la libertad de conciencia, la caridad o la defensa de la familia, será declarado reaccionario y enemigo público; será estigmatizado socialmente y conminado al ostracismo más reduccionista para su propio escarnio.
Lo que está pasando en Europa es algo que se viene anunciando desde hace décadas. Por eso no ha de extrañarnos desafueros como el que acaba de cometer una jueza alemana que ha denegado el divorcio a una musulmana de origen marroquí maltratada por su marido. Sostiene la magistrada el derecho del marido a golpear a su mujer recogido en el Corán como castigo a las esposas rebeldes. Por su parte, un portavoz del Consejo Central de los Musulmanes en Alemania defiende, en un artículo publicado en el diario Berliner Zeitung, que la Justicia debe aplicar la Constitución alemana y no el Corán.
Esta paradoja, en la que musulmanes piden que se aplique la ley alemana y una jueza aplica el criterio coránico, no responde más que al dislate identitario que padece Europa. Ni siquiera el tibio compromiso de la canciller Angela Merkel, adquirido el pasado fin de semana en la Cumbre de Berlín, de incluir en la futura Constitución europea una referencia a las raíces cristianas de Europa, podrá ya remediar someramente el deterioro de la conciencia identitaria de los europeos.
La única manera para superar este conflicto no es cediendo al mal llamado multiculturalismo, sino en fomentar nuestro europeísmo. La cuestión no es derrotar a otras creencias o asimilarnos a otras realidades culturales, sino en enorgullecernos y potenciar nuestra peculiaridad histórica, cultural y religiosa. Este orgullo debería ser el mejor escudo a nuestra dignidad, y, por tanto, exigiría el fiel compromiso de su defensa sin ambages. Los europeos deben recibir con los brazos abiertos a quienes acudan al viejo continente con ánimo respetuoso y agradecido. Pero los que pretendan reproducir aquí las miserias que les hicieron abandonar su patria, no deberían esperar más que rechazo y puertas en las narices.
Las claves políticas que han orientado la hoja de ruta del presidente Rodríguez Zapatero durante la presente legislatura han quedado, a estas alturas, en evidencia. El engaño ha quedado al descubierto. La auténtica naturaleza del político leonés nos muestra una personalidad bifronte, cuyo rostro público (sonriente y apacible) esconde un genio atravesado de lacerantes complejos y de sórdidas ensoñaciones.
Muchos son los que piensan, o lo han pensado alguna vez, que Zapatero ha improvisado desde el primer momento que llegó a La Moncloa. Esto no es verdad o, mejor dicho, es una verdad a medias. Si bien es cierto que su llegada al poder fue por accidente, no así fue el ideario de su acción de gobierno. La improvisación de su gestión ejecutiva al frente del Estado nunca fue un obstáculo para poner en marcha las vigas maestras de lo que con anterioridad había fraguado en su mente: neutralizar los compromisos históricos de la Transición y encauzar un nuevo orden político en el Estado español, en el que el socialismo conviviera en armonía con los nacionalismos periféricos.
Ya en su primera legislatura como jefe de la oposición, Zapatero dio muestras de su cara oscura durante la gestión de la crisis del Partido Socialista del País Vasco. Pronto se vio como fue capaz de decapitar, con la mejor de sus sonrisas y sin que le temblara la mano, a Nicolás Redondo Terreros al frente del PSPV. El flamante nuevo Secretario General del PSOE apostó con indudable zafiedad por la vía colaboracionista con el nacionalismo apoyando la alternativa de Pachi López. En Cataluña tampoco dudó en comprometerse con la línea social-nacionalista que representaba entonces el candidato Pascual Maragall. Y, en todo caso, Zapatero no dejó de manifestar su inclinación por lo que entonces se dio en llamar «Segunda Transición».
Una vez al frente del Consejo de Ministros, el Presidente no tardó en cerrar con los nacionalistas una alianza estratégica para vaciar la Constitución mediante reformas estatutarias. La admisión a trámite en el Congreso del Plan Ibarretxe y su posterior rechazo, marcó el orden de prioridades de Zapatero: la reforma del Estatuto de Cataluña y, posteriormente, tras recomponer el papel predominante que el PSPV debería jugar en Euskadi, vendría la del País Vasco.
Luego los españoles hemos sabido que Rodríguez Zapatero venía jugando con dos barajas en lo concerniente al terrorismo etarra. Desde la oposición venía tendiendo puentes de diálogo con la banda asesina; a su vez, exigió al Gobierno Aznar un pacto de Estado contra el terrorismo. A eso se llama estar en misa y repicando. Pero cuando Zapatero apenas llevaba un año al frente del Gobierno no tuvo el menor reparo en ofrecer un gran pacto a toda la oposición minoritaria que, por su naturaleza, dejaba fuera al PP.
Desafortunadamente, el Estatut catalán nació mal y es probable que acabe peor. En cuanto a ETA, es obvio que impone sus condiciones al Gobierno en lo que eufemísticamente denomina «solución del conflicto». Las evidencias son irrefutables: proceso ininterrumpido de reorganización, reavivamiento del terrorismo callejero, aumento de la extorsión, atentado con dos asesinatos en Barajas y desafío permanente a las instituciones del Estado, sobre todo al poder judicial.
La claudicación por parte del Ejecutivo español es incontestable (excarcelación de De Juana Chaos y retirada de la acusación por parte de la Fiscalía en el último proceso a Otegi). La resolución dictada por la Sección Cuarta de lo Penal de la Audiencia Nacional proclama el escándalo: «existe prueba de cargo directa, objetiva, suficiente para desvirtuar la presunción de inocencia, lícitamente obtenida y practicada» en el juicio y que podría constituir un delito de enaltecimiento terrorista. Los magistrados añaden que la retirada de la acusación por parte del fiscal, «única parte acusadora», impidió al tribunal «dictar cualquier otro tipo de resolución que no sea la absolución del acusado».
Tratar de endosar la responsabilidad de tal decisión judicial única y exclusivamente a la acción autónoma e independiente de los órganos jurisdiccionales es de un cinismo perturbador: la dependencia jerárquica del Ministerio Público con la consabida obediencia debida, no deja ningún lugar para la duda, máxime cuando es conocido el uso que todos los gobiernos hacen del nombramiento del Fiscal General del Estado. Y la reciente incorporación a la cartera de Justicia de un fiscal que se autodefine de izquierdas y que ha sido altamente beligerante con los fiscales generales nombrados por el PP, no hacen más que reforzar la sospecha de que el Gobierno Zapatero está seriamente comprometido en un proceso negociador con la banda terrorista ETA.
Por todo ello es lógico entender que ni el Partido Popular, ni las víctimas del terrorismo, ni millones de ciudadanos estén dispuestos a resignarse ante tan amenazante y peligrosa estrategia política. Es más, se ha llegado a tal punto de desavenencia y enfrentamiento, que ya no duelen prendas en utilizar cualquier recurso para descalificar al contrario: el último, esgrimir el fantasma de la «extrema derecha», que está creando un ambiente guerracivilista (Jesús Polanco dixit). Verdaderamente la situación no puede ser más alarmante, pero al menos nadie podrá alegar que las posiciones no están claras.
Es cosa habitual escuchar y leer en los medios de comunicación acerca del uso incorrecto de banderas anticonstitucionales en actos públicos de todo tipo, especialmente en los políticos. Y he llegado a la conclusión, una vez más, que, como en tantos otros asuntos, en este de la enseña nacional la opinión mayoritaria no responde a la verdad; algo demasiado frecuente que ocurre con muchas mentiras y medias verdades que viven instaladas entre nosotros como si se trataran de dogmas indiscutibles.
Con este motivo, esbozaré una sucinta radiografía de la evolución de la bandera de España, en la que espero quede meridianamente claro qué bandera es constitucional y cuál no; cuál es preconstitucional y cuál no lo es. Comenzaré diciendo que la historia de la Bandera Nacional tiene un recorrido no excesivamente largo: desde el reinado de Isabel II. Fue un Real Decreto, de 13 de octubre de 1843, el que sancionó que la bandera roja y gualda de la Armada (la Marina Mercante era similar pero en diferente disposición) se incorporase al Ejército de Tierra. Además, la “rojigualda” era utilizada por algunos Batallones de la Milicia Nacional, por lo que había adquirido un cierto carácter de símbolo liberal, frente a las enseñas blancas utilizadas por los carlistas en la guerra civil.
En la misma cédula real se regulaba, asimismo, el uso de un escudo circular con las armas reales, reducidas al cuartelado de Castilla y León, con las lises en su centro y la granada en punta, colocado sobre el cruce de una pequeña aspa roja de Borgoña y rodeado por una inscripción en letras negras con el arma, número y batallón de cada regimiento.
Años más tarde, durante el bienio de la Primera República (1873-1874), se dispuso la supresión de todos los símbolos reales de los escudos. Asimismo, se proyectó la adopción de una nueva bandera tricolor: roja, blanca y azul, pero finalmente no llegó a modificarse.
Con el regreso a España de la Casa de Borbón, en la persona del rey Alfonso XII, todo continuó como en 1843: la enseña “rojigualda” abanderaba los ejércitos, con el distintivo del nombre y número de cada regimiento. Esta situación permaneció invariable hasta el final del reinado de Alfonso XIII.
La proclamación en 1931 de la Segunda República presagió la abolición de la bandera monárquica. El 27 de abril fue adoptada oficialmente la tricolor, y el 6 de mayo fue descrita con carácter general para el ejército: formada por tres franjas horizontales de la misma anchura, respectivamente roja, amarilla y morada; en el centro el escudo adoptado en 1868 por el Gobierno provisional de la “Gloriosa” (cuartelado de Castilla, León, Aragón y Navarra, con la Granada en punta, timbrado por corona mural y entre las dos columnas de Hércules), rodeado por inscripción bordada con el nombre de la unidad.
Llegados a este punto conviene precisar dos cosas: primero, que la bandera rojigualda no era la bandera monárquica, como lo demuestra el hecho de que en los decretos reales, al referirse a ella, se emplea el término Bandera Nacional, existiendo aparte el Pendón Real, que sí era privativo del monarca y que, curiosamente, en la época de Isabel II era de color morado; y segundo, que el Pendón de Castilla no es morado, sino carmesí. Tal confusión se arrastraba desde el siglo XIX, al adoptar una sociedad secreta denominada "Comuneros" el color morado como distintivo, sin que tuvieran ninguna relación con los verdaderos Comuneros que, cuatro siglos antes, habían enarbolado el pendón carmesí en Villalar.
Con el licenciamiento de toda la tropa y la liquidación de todos los regimientos nada más iniciarse la guerra civil en 1936, el Gobierno republicano dejó de utilizar en dicho bando las enseñas reglamentarias correspondientes al modelo 1931. Meses más tarde, con las nuevas disposiciones de octubre y noviembre del 36 que permitieron la formación del llamado “Ejército Popular”, se dispuso que volviese a utilizarse únicamente la bandera tricolor republicana, con el nombre de la unidad bordado alrededor de su escudo central.
Por su parte, en el llamado “Bando Nacional” continuó usando la tricolor republicana al principio de la guerra, aunque es verdad que en Pamplona, el mismo 18 de julio, algunos requetés lucieron la bandera rojigualda. Fue el 29 de agosto cuando se restableció oficialmente el uso de estos colores, medida que se amplió el 19 de septiembre al incluir el escudo republicano en su centro. Sería el 2 de febrero de 1938 cuando se dispuso que en adelante el escudo sería el de los Reyes Católicos, que por el momento quedó identificado como el mismo republicano, pero timbrado por corona real abierta y colocado sobre el pecho del águila negra de San Juan. Pese a ello casi todas las unidades continuaron con sus anteriores enseñas hasta el final de la contienda.
Hasta el 11 de octubre de 1945 no se publicaría un detallado reglamento de banderas, que fijaba la rojigualda ya en uso y definía mejor sus detalles: estiliza el águila de San Juan, así como el nombre de la unidad, que bordado en letras negras volvía a figurar oficialmente (pues extraoficialmente ya lo había hecho) alrededor del escudo central.
El escudo nacional permaneció vigente hasta el 21 de enero de 1977, catorce meses después de la muerte del dictador Franco. En esta fecha se aprobó un nuevo reglamento que difería del anterior tan solo en que el águila tenía sus alas mucho más abiertas, (águila "pasmada"), las columnas de Hércules vuelven a colocarse dentro de las alas, y la cinta con el lema “UNA GRANDE Y LIBRE” se desplaza del cuello del águila, para situarse por encima de su cabeza. No se construyeron muchas banderas con este escudo.
Por último, y tras la restauración monárquica, a través de la Casa de Borbón y en la persona de Juan Carlos I, se publicó en 1978 la Constitución Española, en cuyo artículo 4 apartado 1, dice: "La Bandera de España está formada por tres franjas horizontales, roja, amarilla y roja, siendo la amarilla de doble anchura que cada una de las rojas". Nada dice en cambio la Carta Magna del escudo, por eso continúa utilizándose el de enero de 1977.
Sería el 5 de octubre de 1981, durante el Gobierno de Leopoldo Calvo-Sotelo, cuando las Cortes españolas sancionarían el Decreto Ley 33/1981, en la que se define el nuevo escudo de la bandera nacional, que es muy similar al de la monarquía de Alfonso XIII y el de la II República. Fue publicada en el B.O.E. número 250, de 19 de octubre de 1981.
Por tanto, es obvio que la bandera nacional con el escudo de 1977, que era muy similar al de 1945, fue constitucional durante el tiempo que convivió con la bandera constitucional, aunque por la fecha de aprobación fue a su vez preconstitucional. No así ocurre con la bandera tricolor de la Segunda República, que es anticonstitucional por partida doble: porque no es la definida por la Constitución y porque representa un modelo de Estado distinto al de nuestra Monarquía parlamentaria: es decir, es antisistema.
La unanimidad (y celeridad) con la que se gestionó la reunión extraordinaria del Comité Federal del PSOE, el pasado sábado, es la prueba del nueve de cómo la partitocracia (denunciada más de una vez en este blog) es un cáncer que socava, día a día, la salud política de nuestra democracia. Junto con las listas electorales, el secretario general de los socialistas tramitó el asunto de la excarcelación del asesino múltiple De Juana Chaos sin la menor discrepancia por parte de miembro alguno del máximo órgano rector del partido gobernante.
Rodríguez Zapatero ha logrado aunar junto a sí todas las voluntades de los barones y dirigentes socialistas. La democracia interna la ejercitan por aclamación; paradigma de evolución orgánica mediante el uso intensivo y exhaustivo del palo y la zanahoria (materialismo histórico). El PSOE zapateril está instalado en la apoteosis de la libertad, en la cima del libre albedrío en defensa del interés colectivo; es el cenit de la lucha contra las cadenas que oprimen y sojuzgan la dignidad humana.
Nuestro socialismo numerario (con la excepción de la eurodiputada Rosa Díaz) se apacienta sobre los presupuestos públicos y se envanece con los privilegios y dádivas de las poltronas de los cargos a dedo. Está bien domesticado y por eso se manifiesta con una sola voz: la de su líder nacional; de ahí el sonoro aplauso con el que se coronó la intervención de Zapatero, por otra parte preñada de argumentos falaces y endebles.
Y es que la pobreza argumental a favor del caso De Juana Chaos es patético. En primer lugar, constituye un insulto a la inteligencia esgrimir que la decisión de excarcelar a este asesino múltiple es conforme a Derecho. Esta perogrullada define la altura intelectual del Presidente del Gobierno y los que le rodean. Como si el cumplimiento escrupuloso de la ley no fuera un requisito obligatorio e imprescindible en todas y cada una de las acciones de gobierno. De modo que jactarse de realizar un acto legal pone de manifiesto la inconsistencia de sus razones. Sobre todo cuando el asesino convicto no ha cumplido ningún requisito de los exigidos por la ley para beneficiarse de cualquier tipo de redención de penas.
En segundo lugar, insiste Zapatero y los suyos en otra razón de peso para tan grave decisión: el alto sentido humanitarista de este Gobierno. Con su decisión el Presidente cree haber dado un ejemplo de grandeza, al demostrar el alto valor que el Ejecutivo tiene de la vida humana frente al cruel y sanguinario asesino. Bien podría haber antepuesto Zapatero este argumento en defensa de la memoria y dignidad de las víctimas inocentes, a manos de esta bestia sin escrúpulos.
Por último, para contrarrestar el tsunami de indignación que tan injusta medida ha provocado en la ciudadanía, el nuevo caudillo rampante se ha lanzado a una cruzada de desprestigio de los gobiernos presididos por José María Aznar. De nuevo los ventiladores han sido puestos en marcha para desperdigar inmundicias a trote y moche. Así, el vendaval de infamias en vez de aplacarse no hace más que avivar la ira de los dioses y encrespar aún más la vida política. Todo un ejemplo de responsabilidad de quien ejerce la tarea de gobierno.
Es verdad que los errores se han cometido siempre y por todos, por los unos por los otros. Pero la alarma social la han provocado personas con nombres y apellidos. Mal consuelo es pretender justificar despropósitos con anteriores errores y equivocaciones de otros. Esta actitud se descalifica por sí misma. La prueba es que cuando Aznar defendía su decisión de respaldar la guerra de Iraq, argumentando que era lo mejor para España y que el tiempo le daría la razón, Zapatero se puso al frente de la ola de contestación política y social que produjo aquella decisión. Ambos líderes se vieron envueltos en una hostilidad manifiesta, y la sensibilidad ciudadana estaba del lado del jefe de la oposición. Así son las cosas.
Ahora, Rodríguez Zapatero ha tomado una decisión política, la única que puede tomar un gobierno. Disfrazarla de legal, de humanitaria o de habitual, no es más que eludir públicamente la responsabilidad. Por eso se exige al Presidente del Gobierno que explique las verdaderas razones políticas que le han llevado a tomar esta decisión, máxime cuando todos los españoles conocen que está abierto un proceso de diálogo con ETA para negociar la paz. Son sus palabras, no las mías.
La excarcelación de Iñaki de Juana Chaos constituye el acto político más ignominioso de cuantos ha tomado el presidente del Gobierno en lo que va de legislatura. Aducir razones de legalidad y de humanitarismo para justificar la prisión atenuada (en su casa) a un criminal que ha asesinado a veinticinco personas, que jamás ha mostrado el más mínimo signo de arrepentimiento, que se ha jactado de la muerte de otros seres humanos a manos de sus correligionarios, y que se ha permitido -desde la cárcel- hacer públcas amenazas contra el sistema democrático que impera en España y contra las personas que lo encarnan, supone el acto de cinismo y de bajeza moral más detestable que se podría esperar de un gobierno democrático y defensor de los derechos humanos.
El caso De Juana Chaos supone todo un precedente de deterioro irreparable del orden de valores que sustenta la convivencia nacional. Es verdad que en el pasado se han hecho muchas cosas mal, tanto por acción como por omisión: desde la falta de decisión política para endurecer el Código Penal en los primeros veinte años de democracia, hasta cometer delitos injustificables como los GAL, pasando por reiteradas medidas de indulgencia como una amnistía general y diversos decretos de gracia y de excarcelación a terroristas convictos. En cualquier caso, los gobiernos del pasado -con sus errores y con sus aciertos- dieron pruebas sobradas de firmeza y de espíritu humanitario. Por eso resulta ahora tan dolorosamente infame que se pretexte como coartada que el ex presidente Aznar excarcelara en su día a más de doscientos etarras.
Enmendar los errores del pasado en una de las obligaciones esenciales que todo gobernante debe afrontar; sobre todo para tratar de impedir que se repitan en el presente o en el futuro. Pero peor todavía es deshacer lo que funciona bien. Razón esta por la que a muchos españoles nos duele el alma cuando asistimos a la liquidación del Pacto Antiterrorista y por las Libertades, suscrito por el PP y PSOE en 2000. Todo ese caudal de fructífero esfuerzo se ha tirado por la borda. El presidente por accidente Rodríguez Zapatero ha quebrantado, una vez más, el espíritu y la letra de la Constitución; ha subvertido sus principios apoyándose en ideologías depredadoras y en ambiciones espurias; ha trapicheado con la legalidad retorciéndola hasta lo inverosímil, y ha mentido y engañado a la ciudadanía con artera retórica y falaz contumacia.
Sí, definitivamente sí. El asesino De Juana Chaos ha embridado al Gobierno de la Nación y al Estado de Derecho. Les ha chantajeado, y ha ganado. La insuficiencia moral de quien tenía que responder ha quedado en evidencia. Rodríguez Zapatero y los que le secundan y jalean se han achantado y han cedido. Ha sido un acto claro de cobardía. Apenas dos meses después del atentado de Barajas, en el que fueron asesinados dos personas, Rodríguez Zapatero, escudado por los ínclitos Pérez Rubalcaba y Fernández Bermejo, tiende la mano generosamente a ETA. El problema político en la democracia española ya no es el terrorismo sino el conflicto que enfrenta a los que gobiernan (el Estado y las autonomías históricas) con el Partido Popular y la Asociación de Víctimas del Terrorismo. Así se escribe la historia.
Si el injusto y humillante Código Penal franquista, entonces vigente, permitió a De Juana Chaos cumplir nueve meses de cárcel por cada uno de los veinticinco seres humanos que asesinó, ahora, con el Código reformado, el Gobierno tenía la potestad, y la obligación moral, de hacerle cumplir integra su última condena, máxime cuando el terrorista jamás ha mostrado el más leve síntoma de arrepentimiento. Y si la voluntad del reo es poner fin a su vida, allá él. No es ni será el primero. Contra el chantaje, firmeza. Es un principio de libro. Lo demás es dejación de responsabilidad y cubrir de oprobio y de indignidad al Gobierno, al Estado, a la Nación y a los españoles. Y si víctimas somos todos, peor aún.