Una de las razones que alejan a una gran parte de las gentes sencillas a desentenderse del camino de la virtud y, por tanto, de la exigencia ética, es el exceso de dolor y sufrimiento que se derrama sobre nuestras vidas. Los conflictos sociales, las innumerables guerras, la flagrante injusticia, las grandes pandemias, la enfermedad asesina, la criminalidad, las adiciones, la siniestralidad social, los fenómenos naturales, etc., constituyen una ingente panoplia de causas y efectos exterminadores, que han inoculado en el hombre actual una conciencia de perentoriedad extraordinaria.
Paralelamente, la sociedad mercantilista ejerce tal seducción en las masas, a través de múltiples manifestaciones, que ha concluido en un proceso de alienación social del que apenas escapa un porcentaje reducido de individuos. Claro es que no todo el mundo está en la misma disposición para el gozo de este edén; no es lo mismo haber nacido en Estados Unidos, Francia o Japón, por poner sólo tres ejemplos, que haberlo hecho en Zimbawe, India o Haití; incluso en estos países hay unos que lo pasan peor que otros.
La lucha por la vida, como describiera maravillosamente Pío Baroja (1872-1956) en su trilogía novelada del mismo nombre, es una tarea que absorbe la mayor parte de sus energías a aquellos que el destino les ha colocado desde su nacimiento en una posición de precariedad. Sobrevivir en medio de la adversidad exige un dramático esfuerzo del que es muy difícil liberarse; muchos se quedan en el intento.
En cualquier caso, conviene tener presente en todo momento que el sufrimiento es una parte inevitable de la vida. Su manifestación suele ser muy variada, como he apuntado con anterioridad. Pero tampoco hay que olvidar, que en muchas ocasiones el sufrimiento es consecuencia de nuestros propios actos, y que puede tener consecuencias dolorosas en quienes nos rodean.
Señalaba Charles Kingsley (1819-1875), que «El dolor no es ningún mal. A menos que nos venza.» Para éste escritor británico, uno de los fundadores del «socialismo cristiano», dolor y sufrimiento están ligados a la vida misma de tal modo, que podemos afirmar que es inseparable a nuestro propio progreso. La satisfacción por nuestros logros suele estar íntimamente unida a la superación de las dificultades que hemos encontrado en el camino. Son muchas las personas que a lo largo de la historia han convertido el sufrimiento en la piedra angular de su crecimiento personal.
Lo esencial en el sufrimiento es tener presente que no tenemos por qué pasarlo solos. Una cosa es que la interiorización de los efectos del dolor, por ejemplo, una pérdida, sea un acto intransferible, y otra que el consuelo del prójimo no obre su efecto paliativo. No olvidemos que también la ética desde las víctimas ha golpeado las mentes y los corazones de muchos incrédulos, entre ellos reputados intelectuales de izquierda. El filósofo alemán Herbert Marcuse (1898-1979), en su lecho de muerte confesaba a su colega y compatriota Jürgen Habermas (1929): «¿Ves?. Ahora sé en qué se fundan nuestros juicios valorativos más elementales: En la compasión, en nuestro sentimiento por el dolor de los otros». En todo caso, es esencial no dar al dolor el poder de destruir. La aceptación es con frecuencia la vía más eficaz de superación.
«En estos tiempos de tribulación no hacer mudanza», exhortaba Ignacio de Loyola (1491-1556). No se trataba de un consejo del fundador de la Compañía de Jesús a los nuevos miembros de la orden para que no cambiasen de sede, sino que se trataba de un exhorto para que resistieran los embates de los poderes terrenales. Pues, de la misma manera, es necesario hoy en día mantenernos firmes ante la marea de horror, injusticia y relativismo que invade nuestras vidas. Debemos despojarnos de esa teología del sufrimiento que, aún para los no creyentes, permanece viva en buena parte de la conciencia colectiva. Combatamos el sufrimiento con la fuerza de la fe en el hombre. Busquemos dentro de nosotros y en la naturaleza misma.
Para un verdadero creyente, Dios no quiere ni necesita que nosotros suframos los pesares de la vida, pero permite que el sufrimiento se produzca porque —como dijo con tanta claridad Harold Kushner (Cuando a la gente buena le pasan cosas malas)—, «Si Dios actuara de otra manera bloquearía nuestra naturaleza humana y nuestra condición humana.» Los accidentes ocurren, la muerte nos llega, las enfermedades son frecuentes en nuestro mundo, pero Dios no nos hace esas cosas. Somos seres humanos totales y finitos, que vivimos en un planeta donde suceden desastres naturales, donde existen las condiciones genéticas, donde a veces optamos por cosas mezquinas o lamentables, donde la vida no siempre se desarrolla como lo habíamos planeado o como lo deseábamos. Poseemos la gracia divina y nos agobia nuestra humanidad, el misterio de llegar a integrar nuestra individualidad mediante continuos adioses. Somos frágiles e incompletos, estamos siempre sujetos a posibles pesares. Vivimos en un mundo donde sabemos que no podemos huir de nuestra propia muerte, nuestro último adiós antes de la bienvenida eterna.