Hace poco más de un siglo amenazadores presagios asolaban Europa. El nacionalismo emergía implacable de entre los agrietados cimientos de imperios y naciones. De todos éstos el más vulnerable era, sin duda, el Imperio austro-húngaro: hasta sus más inquebrantables defensores intuían su final como inevitable. Años antes, cuando el solar europeo se empapaba de sangre al grito de «libertad y justicia», el dramaturgo austriaco Franz Grillparzer (1791-1872) clamaba desolado: «De la humanidad a la bestialidad por el camino de la nacionalidad.»
Me vienen a la mente estas palabras tras escuchar y leer algunas de las reacciones provocadas por la sentencia del Tribunal Supremo que condena a inhabilitación, entre otros, al ex-presidente del Parlamento Vasco José María Atutxa, por su negativa a disolver el grupo de Sozialista Abertzaleak. Como era de esperar, el llamado nacionalismo democrático ha respondido airado y contundente a tamaña afrenta, y lo ha hecho cerrando filas y con las instituciones autonómicas al servicio del desagravio. El propio lehendakari ha comparecido, arropado por la mayoría del ejecutivo, para denunciar que la sentencia es «muy grave y preocupante» y ha señalado que «ni la entendemos ni la aceptamos» porque, a su juicio, los condenados no han cometido ningún delito. Es más, Juan José Ibarretxe no ha tenido empacho a la hora de acusar al Estado español de «estar consciente y permanentemente rompiendo el pacto de convivencia alcanzado en la Transición».
No se puede ser ni más cínico ni más malévolo. Un PNV que no persigue otra cosa desde sus orígenes que la independencia, pero eso sí, sufragada por los españoles; que lleva desde 1977 chantajeando el proceso democrático y jugando a todas las barajas que estima oportunas; que vive en la permanente amenaza al Estado; que incumple cuanto puede los deberes constitucionales; y que mantiene el desafío plebiscitario del próximo 28 de octubre, se rasga ahora las vestiduras ante una sentencia dictada por la máxima magistratura judicial de la nación. La Justicia para el PNV, y sus acólitos, ya no es tal porque no ampara la iniquidad.
Como quiera que el sistema de garantías de nuestro sistema jurídico (el derecho al recurso, en este caso interpuesto por el Sindicato de Funcionarios Manos Limpias) ha enmendado la plana al TSJPV al revocar su sentencia exculpatoria, nada mejor que darle la vuelta a la adversidad convirtiendo el varapalo en una nueva oportunidad para el victimismo. Ahora el PNV se huele que el TSJPV utilice los mismos criterios jurídicos ante Ibarretxe en la demanda interpuesta por hablar con Batasuna.
¿Por qué será que los términos y argumentos esgrimidos por los nacionalistas llamados democráticos me recuerdan a los de los proetarras cuando se enfrentan a la acción de la justicia? Lo llevo pensando y diciendo desde hace muchos años: el nacionalismo no es una ideología política, el nacionalismo tiene como única vocación la instauración de un ideal imaginario, por tanto irreal, por lo que no coincide con nadie más. De aquí deriva su necesidad del poder absoluto: para llevar a la práctica su misión redentorista. Otra cosa es que en el viaje hacia el quimérico proyecto no duden en realizar algunos rodeos: alianzas tácticas para compartir el poder o prestar apoyos a cambio de algunas concesiones. ¿Las apariencias pueden convertir al nacionalismo en auténticos demócratas?
El conde Morstin, el protagonista del El busto del emperador, relato escrito por Joseph Roth en 1935, se lamentaba con dolorosa resignación del nuevo orden político surgido en Europa tras la Gran Guerra —mientras gastaba los últimos días de su vida, viejo y cansado, al abrigo del tibio sol invernal de la Riviera francesa— con estas palabras: «He visto cómo los listos pueden volverse tontos; los sabios, necios; los verdaderos profetas, mentirosos; y los amantes de la verdad, falsos.» Parece que el reloj del tiempo no se ha movido.