La política norteamericana libra una dura batalla a cuenta del «plan de rescate» -cifrado en 700.000 millones de dólares (485.000 millones de euros)- mediante el cual la Administración Bush pretende salvar de la agonía al sistema financiero estadounidense. Aunque el anuncio de dicho plan fue acogido con euforia por Wall Street, en pocas horas las dudas y los interrogantes dominan la voluntad de los agentes económicos y, especialmente, de los inversores.
¿Por qué ha cundido el desánimo en tan poca tiempo? Esta pregunta tiene un elocuente reflejo en el agrio debate que los senadores republicanos y demócratas protagonizan a estas horas en la cámara alta: el «plan de rescate» impulsado por el presidente Bush y el secretario del Tesoro Henry Paulson es impreciso y está poco elaborado, argumenta la oposición demócrata; y, además, no se fían de las intenciones de los republicanos, paradigmas ellos del liberalismo más acendrado.
El mundo al revés. Los políticos republicanos, conspicuos adalides del neoliberalismo, se muestran en la actual tesitura firmes partidarios de la estatalización de los activos «basura» que contabilizan los balances (aún por determinar) de las entidades financieras abrasadas por los multimillonarios créditos hipotecarios (y los productos derivados) que ellas mismas han colocado en el mercado con tanta ligereza e irresponsabilidad.
Y, por otra parte, los demócratas -con un ojo puesto en las elecciones a la Casa Banca del próximo noviembre-, ponen el grito en el cielo ante lo que han tildado de dispendio excesivo a cuenta del erario público. Los otrora partidarios del pensamiento innovador (identificado como socialdemócrata) del prestigioso británico John Maynard Keynes (1883-1946), defensor de la intervención del Estado en la vida económica, en su papel de regulador y de contrapeso a los excesos del mercado, ahora parece ser que han perdido el pie en el estribo. Mucho me temo que, en el fondo, lo que pretenden los acólitos del candidato Obama es tasar un acuerdo con sus adversarios para compartir el copyright del «plan de rescate» definitivo.
Keynes negó, allá por el comienzo de los años 30, el principal dogma del liberalismo económico: que el sistema capitalista funciona mejor sin interferencia del Estado y que las fuerzas del mercado se encargan de lograrlo siempre que haya competencia mundial. Prueba del fracaso de este enunciado fue el crash de 1929, del que sobrevino la Gran Depresión. Para Keynes los hechos demostraron que el libre comercio, la movilidad internacional del capital y la propiedad extranjera de activos nacionales promueven más la guerra que la paz.
Nadie niega en la actualidad que durante las décadas de los años 20 y 30 del pasado siglo la ciencia económica experimentó una revolución de la mano de Keynes. Sus innovadores planteamientos, basados en un minucioso análisis de la evolución de la sociedad y sus procesos productivos, comerciales y financieros, le llevaron a representar a Gran Bretaña en la conferencia de Bretton Woods, por lo que más tarde sería elevado a la categoría de «lord».
Es verdad que su Teoría general de la ocupación, el
interés y el dinero, proponía el inflacionismo y el déficit público como
solución de todos los males. Las consecuencias a largo plazo de dichas
políticas (que él despreció con la despectiva frase «A la larga, todos muertos») fueron las inmensas deudas públicas que padecemos casi todos los países, casos
de hiperinflacionismo, amén de otros males similares. Pero también es cierto
que Keynes señaló que el pleno empleo era un fenómeno raro y efímero, mientras
las inversiones a largo plazo eran desplazadas con frecuencia por inversiones
especulativas a corto plazo. En consecuencia, debía imponerse un gravamen a la
actividad especulativa. La política monetaria no funcionaba, por lo tanto el
Estado debía adoptar cada vez más responsabilidades para organizar la
inversión.
Como es fácil deducir, la revolución keynesiana fue sentida por muchos como una amenaza para el orden político y económico establecido, por lo que impulsó a buena parte del establishment europeo y norteamericano a combatirla mediante una contrarrevolución, la cual comenzó justo antes de la Segunda Guerra Mundial, pero debió ser pospuesta hasta el fin del conflicto. Dicha contrarrevolución fue orquestada y financiada por grandes empresas y medios de comunicación, incluso dio origen a una sociedad semisecreta de economistas de casi todo el mundo industrializado; una de cuyas ramificaciones cristalizó en la llamada «escuela de Chicago» (Friedman y Knight).
El padre espiritual de lo que se dio en llamar neoliberalismo fue el economista austriaco Friedrich August von Hayek (1899-1992), premio Nobel de Economía en 1974. Formuló una completa teoría sobre la información y el orden espontáneo que, junto con su obra Camino de servidumbre, son quizá sus dos mayores logros. No obstante las abismales diferencias ideológicas, Keynes y Hayek se profesaron una gran amistad, hasta el punto de que tres meses antes de morir el primero, Keynes aseguró a su amigo su compromiso para descalificar a sus discípulos más vehementes si insistían en ciertas interpretaciones muy dañinas sobre sus propias teorías.
En conclusión, ¿se puede afirmar que el «plan de rescate» propuesto por el presidente George W. Bush para salvar el sistema financiero norteamericano pone en entredicho el modelo liberal? O, por el contrario, ¿emerge la figura de Keynes como reveladora de una vigencia inapelable? Pues bien, ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario. No es la primera vez que el Tesoro de Estados Unidos interviene para sacar del atolladero a la maltrecha economía del país: lo hizo en 1929, en la Gran Depresión, en la década de los 80 durante la crisis bursátil, y no dudará en hacerlo ahora, gobiernen republicanos o demócratas. Segundo, habrá acuerdo finalmente entre ambos partidos para sacar el «plan de rescate», aunque con los retoques que sean necesarios. Y tercero, ambos partidos comparten el mismo modelo de capitalismo de libre mercado, Y a ninguno de los dos se les escapa ahora que la falta de suficiente regulación y supervisión sobre cualquier actividad económica, incluidos los mercados financieros, a la postre es una invitación al fraude y al desastre. Como dice el refrán, no hay mal que por bien no venga. Pero todavía queda mucha tela que cortar.
«Lo mucho se vuelve poco
con desear otro poco más.»
(Francisco de Quevedo)
Tengo que declarar que no siento, hasta ahora, la menor preocupación e inquietud por el tsunami que asola el mundo financiero internacional. Más bien, al contrario, siento una especie de íntima satisfacción cuando compruebo que los magnates del capitalismo puro y duro se estremecen de pavor y congoja ante los efectos devastadores a que están siendo sometidos sus tinglados económicos y empresariales. Y no es que yo sea insensible a las perniciosas consecuencias de esta crisis, especialmente en lo que respecta a la pérdida de empleos. No, lo que me reconforta en la presente situación es que, una vez más, queda de manifiesto que la ambición desmesurada, la codicia desenfrenada y la prepotencia despótica, de aquellos que presumen de ser líderes sociales y ejemplo y modelo para el mundo libre y democrático, son (no en todos los casos), una banda de hipócritas que con su petulante vanidad de prohombres cultos y emprendedores, en realidad encubren un despiadado e implacable afán de acumulación de riqueza y, lo que es peor, de poder.
Sí, es bueno y conveniente que los depredadores de la sociedad, en el sentido económico, conozcan en sus propias carnes -aunque sólo sea una vez en la vida- lo que es la angustia y el sufrimiento de perderlo todo. Ya sé que ni remotamente sus quebrantos tendrán nada que ver con la miseria y desesperanza que padecen cientos de millones de seres humanos en todo el planeta. Pero, en cualquier caso, sus desgracias actuales (todavía no he tenido noticia de suicidio alguno por bancarrota) les están bien empleadas, pues el abuso especulativo en los usos y maneras de hacer negocios (en el mundo financiero, en la construcción y en los mercados de materias primas) ha sido y es el fundamento de la crisis.
Y
como quiera que el mundo de la política y de la economía están unidos por
fluidos vasos comunicantes, la corresponsabilidad de los poderes públicos en este
desastre es inapelable. Así que, ¡ojo!, que nadie se lleve a engaño, y que cada
palo aguante su vela. La única esperanza que albergo es la de que de esta
crisis se saquen enseñanzas para el futuro, y que el sistema económico se
purgue y termine saliendo fortalecido. Lo irremediable -y eso si que me produce enorme tristeza- es la cantidad de gentes
humildes y sencillas que caerán víctimas de tanta insensatez. Alguien los
tildará de daños colaterales.
Bien pasado el ecuador del presente año bisiesto, numerosas señales y acontecimientos adversos vienen a corroborar la fatalidad implícita en este especial ciclo del calendario. De ahí que desde antiguo se hayan acuñado expresiones y dichos evocados por la experiencia: «Año bisiesto, echa en ganados el resto», «año bisiesto, ni cuba ni cesto», «año bisiesto, pocos pollos al cesto», «año bisiesto, año siniestro», «año bisestil, año vil», «año de nones, muchos montones».
El conocimiento de la historia nos ha enseñado cómo se computaba el calendario entre los antiguos egipcios desde hace más de 4.000 años. Ya entonces se adjudicaba al año una duración de 365 días exactos. Fue durante el reinado de Tolomeo III cuando se añadió un día cada cuatro años. No obstante, la falta de precisión de las estaciones llevó a Julio César, por consejo del sabio griego Sosígenes, a reformar el calendario, ajustando así las estaciones y el año bisiesto: el año pasó a durar 365 días más un cuarto de día, por lo que se añadió un día cada cuatro años para recuperar el cuarto anual perdido; y se fijó el inicio de la primavera en el 25 de marzo. El día suplementario se le atribuyó al mes sexto -los antiguos comenzaban el año en septiembre- antes de las calendas del 1 de marzo, es decir, febrero. Y para eludir la creencia popular que consideraba favorables los números impares y dedicados a los dioses superiores, y adversos los números pares y dedicados a los dioses inferiores, Julio César asignó al día suplementario el nombre de 28 bis, y no 29, de ahí el nombre de año bisiesto.
Siglos después, en el Concilio de Nicea del año
325, la Iglesia fijó el comienzo de la Pascua en la primera luna llena de
primavera, que era aquel año el 21 de marzo. Este desfase, después de cuatro
siglos con la fecha cesariana, fue atribuido entonces a un error de cálculo de Sosígenes.
Cuando, en 1582, el papa Gregorio XIII trató de ajustar el calendario solar al civil, se volvió a encontrar con un desfase parecido al de Nicea: el inicio de la primavera volvía a coincidir el 25 de marzo. La razón era que cada 120 años el paso del sol por el equinoccio que marca la llegada de la primavera se retrasaba un mes. Entonces, los astrónomos -que había reunido Gregorio XIII- se dieron cuenta de que el desfase era debido a que la reforma juliana no había tenido en cuenta los precisos cálculos de Hipparques, quien atribuía al año una duración de 365 días, 5 horas y 55 minutos y algunos segundos, por lo que se decidió suprimir cada 120 años un bisiesto; además, los años que terminan con dos ceros, y que según la regla general deberían ser bisiestos, dejan de serlo porque su número de siglos no es divisible por cuatro (los años 1700, 1800 y 1900 fueron comunes).
En el tiempo presente poco han cambiado las cosas a este respecto. Lo mismo que los emperadores romanos manipulaban el calendario, sacando y poniendo fiestas y fechas, según sus intereses, así hacen aun hoy día los políticos que adelantan o atrasan elecciones, promulgan leyes oportunas para distraer conflictos sociales o políticas adversas, con la pretensión de convertir en propicio para sus intereses el tiempo nefasto de las crisis. Pero nada hay más implacable para los soberbios que lo desafían que el enigmático juicio del tiempo.