Martes, 24 de marzo de 2009

Engaños, mentiras, medias verdades, eufemismos, sofismas, tópicos, demagogia, bulos e insidias, propaganda y manipulación..., son armas habituales esgrimidas por nuestros gobernantes para alcanzar y mantenerse en el poder. Hace más de doscientos años, el eminente filósofo y enciclopedista francés, Jean d'Alambert, definía la maldad implícita en la desmesurada ambición de poder con estas palabras: «La guerra es el arte de destruir hombres, la política es el arte de engañarlos». Hoy día, en pleno siglo XXI, una época en la que se supone que el ideario de la Ilustración está hondamente enraizado en el acervo ideológico de nuestra cultura política y social, nos encontramos sumidos, una vez más, en un torbellino desintegrador propiciado por la incompetencia de una generación de políticos analfabetos, miopes y estrafalarios.

Es verdad que los seres humanos tenemos incapacidades o limitaciones para, según qué asuntos, resolver con eficacia los problemas o conflictos que de ellos se derivan. Yo mismo estoy incapacitado para solucionar cualquier caso de anomalía que impida volar a un avión, o, por citar un ejemplo más simple y cotidiano, me declaro insolvente para curar a un enfermo, arreglar un televisor o fabricar un botijo; y, así, podría enumerar una lista interminable de mis incapacidades -unas por carecer de los conocimientos para cumplir con los necesarios requerimientos, y otras por no estar dotada mi naturaleza para el desempeño de ciertas habilidades-, es decir, ni podría ejercitar la alfarería por desconocimiento ni tampoco el cálculo infinitesimal por zoquete para las ciencias exactas.

De este sencillo argumento se puede inferir que cada cual en la vida sirve más para unas cosas que para otras, y que, en cualquier caso, para dedicarse profesionalmente a una de ellas (o a varias, por qué no) ha de aplicarse a fondo en los conocimientos necesarios para dominar la materia y poder resolver los problemas que la aparejan. Luego, con el paso del tiempo y la experiencia, se va adquiriendo la maestría y la excelencia. ¿Pero qué ocurre cuando un individuo cualquiera se instala en una actividad profesional determinada -por ejemplo, la política- con una formación mediocre, con una experiencia mediocre y con una cualidad personal mediocre, y se sumerge, guiado por una gran ambición, en la aventura del poder? Lo normal será que el resultado sea funesto, no solo para el advenedizo sino para toda la colectividad. Así ha pasado con gobernantes totalitarios y con otros inanes, cuya fatal gestión ha empobrecido al país y ha humillado a sus habitantes.

Este es el cuadro que describe la realidad política española: un gobierno de la nación presidido y dirigido por un portento de la incompetencia. La incapacidad de Rodríguez Zapatero ha contaminado al conjunto del ejecutivo, convirtiéndolo en un órgano colegiado inoperante, ineficaz y generador de más problemas de los que es capaz de resolver. ZP ha conseguido elevar la incompetencia de su gestión a la categoría de fatalidad, de suceso inevitable y desgraciado, que produce dolor y, lo que es peor, desesperanza, por mucho que el adalid del optimismo antropológico se empeñe en disimular su indigencia intelectual y en aparentar lo que no es: un hombre de Estado. En las adversidades se miden los grandes hombres. Por eso es imperioso encontrar los repuestos.


Publicado por torresgalera @ 22:22  | Pol?tica
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Mi?rcoles, 18 de marzo de 2009

Nasciturus«Matar a un hombre no será nunca defender una doctrina, será siempre matar a un hombre». Esta frase -escrita por Sebastian Castellio hace casi quinientos años, y recogida de su libro Contra Libelum Calvini- resume la esencia de su crítica hacia el crimen que perpetró Juan Calvino al condenar a Miguel Servet a morir en la hoguera. Aquella gran controversia entre eminentes teólogos protestantes, entre titanes intelectuales, en realidad fue un combate dialéctico desigual, que primero acabó con el humanista español asado a fuego lento y, más tarde (de no mediar antes la muerte) hubiera acabado con la vida del insigne Castellio en un trance semejante.

Y es que, como bien señalaba Castellio, defender una doctrina, sea esta de la naturaleza que sea (política, religiosa, científica o moral), no legitima a ningún ser humano a quitarle la vida a otro por el simple hecho de disentir o no darle la razón. Es obvio que, siempre, la tentación de matar, de asesinar o de aniquilar al oponente, parte no del que tiene la razón sino del que tiene la fuerza. Así ha sido a lo largo de la historia de la humanidad y así sigue siendo. Los espíritus vesánicos y doctrinarios se han prodigado, en una repetición incansable, causando grandes sufrimientos y calamidades a sus semejantes. Y lo peor de todo es que siempre han contado con la anuencia, cuando no con el respaldo, de una numerosa prole de corifeos y aduladores, muchos de ellos espíritus nobles pero ingenuos, que han antepuesto su confort y su beneficio inmediato a los rigores de una actitud crítica y desafiante.

Ahora asistimos los españoles, una vez más, a un debate público que nos afecta de manera singular y extraordinaria a cada uno de nosotros: la reforma, para su ampliación, de la Ley de despenalización del aborto. Parece que todo el mundo está de acuerdo en que el fondo de este debate es de índole moral. Para los que apoyan y defienden esta iniciativa legislativa -auspiciada por el gobierno socialista presidido por José Luis Rodríguez Zapatero- el fondo de la cuestión atañe exclusivamente a la conciencia del individuo, y, por tanto, ampliar el ámbito de las circunstancias personales para abortar constituye una mejora en la seguridad jurídica de dichas prácticas abortivas. Otros, en cambio -la jerarquía de la Iglesia católica, buena parte de la comunidad científica, de la intelectual y al menos la mitad de la sociedad-, consideran que la vida humana es una e indivisible desde el momento mismo de la fecundación; por tanto, erradicar la vida del feto constituye un acto de violencia suprema, un crimen.

Esta es la clave de la discusión. Los partidarios de la reforma de la Ley consideran que el debate no es «aborto sí, aborto no», pues dicho debate ya se ventiló, favorable al sí, en 1983. Ahora lo que se ventila, según éstos, es la necesidad de mejorar la seguridad jurídica de las mujeres que decidan abortar y de los médicos que las asistan. Por su parte, para los contrarios al aborto la Ley actual es más que suficiente y lo que hay que conseguir es que se aplique adecuadamente. No obstante, esta ocasión, para los defensores a ultranza de la vida humana, es una nueva oportunidad para defender su convicción de que la vida del nasciturus debe ser salvaguardada por encima de cualquier contingencia de la madre. Se trata de una obligación moral que afecta a toda la sociedad por dos razones fundamentales: la primera, porque la vida humana es un bien inviolable y, segunda, porque el no nacido está incapacitado para defenderse. Se trata, como puede comprobarse, de dos realidades irrefutables y omnipresentes, que trascienden los supuestos derechos de la mujer y de su propia conciencia.

El hecho de que la vida humana se geste en el útero de la mujer no otorga a la madre ninguna potestad sobre la vida del hijo, de la misma manera que la madre no puede decidir sobre la vida del hijo nacido, aunque sí tiene potestad sobre sus cuidados y su educación.

En resumidas cuentas, si se acepta la conclusión científica (irrefutablemente demostrada) de que el feto constituye una vida humana única e indivisible desde la formación de la célula-cigoto (con su carga genética propia), recurrir a la conciencia de la madre como argumento para justificar el recurso al aborto, no es más que un artificio retórico fundamentado sobre un inmoral sofisma. La primaria actividad sexual tiene su razón de ser en la reproducción de la especie. Y aunque el ser humano, además, haya encontrado en dicha sexualidad una fuente inagotable de placer, la racionalidad que pueda imprimir a este goce no puede derivar en violencia a terceros cuando la consecuencia viva del descuido se ha convertido en irremediable. Esta es la parte del discurso proabortista que casi siempre se elude. En cambio se recurre con excesiva frivolidad (yo diría irresponsabilidad) a los medios abortivos para «solucionar» las consecuencias de la sexualidad cuando estas no son bienvenidas. Y se diga como se diga, «matar a un hombre no será nunca defender una doctrina (ni un derecho), será siempre matar a un hombre».


Publicado por torresgalera @ 17:09  | Pensamientos
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Viernes, 06 de marzo de 2009

Sinceramente, salvo que hiciera un ejercicio intelectual de voluntarismo o que el que esto escribe fuera un optimista antropológico -ambos supuestos los niego de manera categórica-, no encuentro ninguna razón objetiva que me permita concluir -o bien, deducir- que es factible que el líder de los socialistas vascos Patxi López pueda alcanzar algún tipo de acuerdo con los responsables del Partido Popular para presidir, con solvencia parlamentaria, el gobierno del País Vasco durante los próximos cuatro años.

Deshacer tanto agravio a los populares durante más de ocho años -desde que José Luis Rodríguez Zapatero se hizo con las riendas del PSOE- no se consigue en unas pocas semanas. No hay que olvidar que fue el propio Zapatero el que asestó el golpe mortal al proyecto de los constitucionalistas vascos para frenar, conjuntamente, el delirio soberanista del PNV en 2001; proyecto liderado en aquel entonces por Nicolás Redondo Terreros y Rosa Díez (PSE) y Jaime Mayor Oreja (PPE). La traición de Zapatero a sus compañeros vascos fue descarnada: primero les brindó ostentosamente su apoyo, tras el insuficiente resultado electoral, y a continuación, en el posterior congreso de los socialistas vascos, les hizo la cama respaldando la tesis de Patxi López de apostar por el diálogo y el entendimiento con los nacionalistas.

A partir de entonces la historia es bien conocida por la acritud con la que el PSOE se ha mostrado respecto a los populares, tanto en la política nacional como en la autonómica: al PP ni agua. No ha habido concesiones en ningún ámbito. Primero fue en Cataluña con el «Pacto del Tinell», luego en Galicia con la alianza con el BNG, siguió en Baleares y en Canarias; más todo lo demás desde que Rodríguez Zapatero reside en La Moncloa. Han sido ocho años inmisericordes, de negar el agua y la sal, y de estigmatizar al PP de «derechona», «antidemocrática» y «fascista». Con estos mimbres es imposible hacer un canasto.

Con los resultados electorales del pasado domingo, el único argumento sólido que posibilitaría a Patxi López ser investido de lendakari -siendo como es el candidato de la segunda lista más votada- es que alcanzara un acuerdo de legislatura con los responsables del PPE. ¿Pero quién se atreve en la actualidad a porfiar en que los populares estén dispuestos a rebajar un ápice sus exigencias programáticas? Serían unos pardillos de tomo y lomo si accedieran a renunciar a alguno de los puntos de su ideario electoral: defensa del Estatuto de Guernica, derogación de la política de normalización lingüística, impulso de la ertxantxa en la lucha contraterrorista, eliminar las subvenciones a las organizaciones sociales que apoyan a ETA, etc., etc., etc.

En definitiva, yo no veo a Patxi López haciendo gala de un pragmatismo político tal, que esté dispuesto a dejar su imagen política, de los últimos ocho años, con las nalgas tan al aire que sea incapaz de sentir el menor asomo de vergüenza. Ni que decir tiene que López se ha quitado in extremis un gran peso de encima al obtener el escaño número 25, en detrimento de EA. Ya no necesita el único escaño de la UPyD de Rosa Díez, su ex compañera de partido, víctima y opositora irreconciliable; con los trece del PP conformaría la mayoría absoluta. Luego está todo lo demás, el precio de gobernabilidad nacional que tendría que pagar Rodríguez Zapatero a los nacionalistas para mantenerse en el poder, o para mantener a José Montilla al frente de la Generalitat en Cataluña.

El resto del análisis para dilucidar quién será, finalmente, el lendakari del futuro ejecutivo vasco, lleva a un callejón sin salida. Juan José Ibarretxe lo tiene crudo sin el apoyo de los socialistas, y cualquier gobierno en minoría lo convertiría en tan frágil que prácticamente estaría condenado a una vida efímera. En cualquier caso, en Patxi López está la clave de la futura gobernabilidad de Euskadi. Salir airoso de la encrucijada es una tarea que, aparentemente, no está a la altura del candidato socialista.


Publicado por torresgalera @ 19:07  | Pol?tica
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