Viernes, 17 de julio de 2009

El déficit de compromiso con el bien es una de las características determinantes de la sociedad de nuestro tiempo. No es que no lo haya, sino que simplemente es muy escaso en relación a la población y al alto nivel educativo de nuestros días. En la actualidad todo es muy confuso. La educación y la información llegan a mucha más gente, pero la inducción de valores y creencias fundamentales se transmite de forma muy liviana y difusa. Básicamente se confunde el «bien» con el «no mal», y «hacer el bien» con «no hacer el mal», de lo cual resulta que, al final, el «no mal»se convierte en «no bien» y «no hacer el mal» se convierte en «no hacer el bien». Es un bucle pernicioso, derivado de la verdad empírica de que los actos humanos que no tienen una finalidad en sí misma no pueden producir un efecto beneficioso para nadie.

Porque, no nos engañemos, el único bien que de verdad importa es el que ha sido realizado pensando en los demás. Porque el bien —así entendido— es lo único que puede garantizar el retorno, es decir, que cada uno de nosotros también sea objetivo del bien. Es por ello que el compromiso con el bien constituye la esencia de la ética. Así ha sido desde los tiempos arcaicos de los que tenemos testimonios: preclaros iluminados como Siddhārtha Gautama en la India, los chinos Lao Tsé y Confucio o el persa Zoroastro, casi todos ellos coetáneos (siglos VII-VI a.C.), pasando por los profetas del judaísmo primitivo y los primeros filósofos griegos que comenzaron a formular preguntas acerca del «ser» y su «esencia» (Sócrates, Platón, Aristóteles y sus respectivas escuelas). Quinientos años después el cristianismo vendría a sentar las bases de la civilización occidental, actuando como conciencia aglutinadora y depuradora de las culturas greco-latinas e indoeuropeas. Más adelante, el islamismo también aportaría sucompromiso ético.

Pero han pasado los años, los siglos y los milenios y el pensamiento humano ha evolucionado, no en una sola dirección sino en varias a la vez y con desigual fortuna. De la Escolástica (sincretismo cristiano-filosófico) al racionalismo cartesiano; de la Ilustración y el individualismo de Kant al empirismo de Hobbes y Rousseau; y del idealismo de Hegel al materialismo-dialéctico de Marx. Después vino el nihilismo (negación de todo principio, autoridad, dogma filosófico o religioso), y a continuación el existencialismo de la mano de Kierkegaard y Sartre. Un existencialismo que surgió del desgarramiento de la civilización europea, donde el hombre se sentía amenazado en su individualidad, en su realidad concreta; de ahí su énfasis en la fundamental soledad del individuo, en la imposibilidad de encontrar la verdad por medio de una decisión intelectual, y en el carácter irremediablemente personal y subjetivo de la vida humana.

Otros pensadores han tratado de abrirse camino entre la espesa jungla del relativismo moral, el mercantilismo progresista y el materialismo científico. Ortega, Zubiri, Habermas, Apel y otros —representantes de la llamada «filosofía ética»—, han cimentado un sólido espacio de libertad donde el individuo todavía puede ejercer su voluntad y su control sobre la ciencia, las leyes, el mercado y todos los imponderables de un mundo globalizado. Postulan la supremacía de la libertad sustentada en valores inmanentes (derecho natural), anteriores al hecho social o constitucional. Según Hebermas, todo bien común reconocido en una norma de obligado cumplimiento (ley) debería previamente haber sido consensuada por una comunidad en la que estén representados todos los afectados y se pueda discutir con todas las garantías de respeto y libertad. Nada más alejado de lo que hoy rige nuestra vida política, donde las mayorías representativas (con frecuencia a través de pactos inverosímiles) imponen sus criterios a las mayorías sociales.

Pero con todo, lo más decepcionante de nuestro tiempo es, no ya el desarbolado panorama moral en el que estamos inmersos, sino el vacío ético de nuestra sociedad. Se ha sobrestimado de tal manera el bien propio o la satisfacción del «yo» que casi nada escapa a la fuerza seductora de la «sociedad del bienestar», tan jaleada —a conveniencia— por organizaciones políticas, sindicales, empresariales o de consumidores. Buscar el bien para uno mismo, para el grupo afín o para el clan ideológico, es la premisa fundamental en la que se sustenta la ética del hombre moderno. Se trata de una fatal paradoja en la cual el individuo se ha dejado arrebatar la soberanía del bien ajeno, a favor del poder institucional, y se ha conformado con gestionar el bien personal. Ha confundido el bien del prójimo con el bien común. Y como todo el mundo sabe, el bien común —impuesto por las mayorías representativas— suele ser el menos común de los bienes.

De esta forma la ética (compromiso con la realización del bien al prójimo), ha caído en un estado de delicuescencia tal que casi nadie conoce ni entiende su significado, aunque casi todos invoquen su nombre. Una prueba evidente de la perversión del lenguaje y del raquitismo educativo de nuestra sociedad. 


Publicado por torresgalera @ 19:02  | Pensamientos
Comentarios (0)  | Enviar
Domingo, 12 de julio de 2009

Naturaleza y ser humanoHoy es un buen día —como cualquier otro— para reflexionar sobre la relación que existe entre el ser humano y la naturaleza. Empezaré diciendo que el hombre depende de la naturaleza, no sólo para su supervivencia física sino que también la necesita para que le enseñe el camino a casa, el camino de salida de la prisión de nuestras mentes. El hombre está perdido en el pensar, en el recordar, en el anticipar. Está perdido en un complejo laberinto, en un mundo de problemas. Ha olvidado lo que las rocas, las plantas y los animales ya saben. Se ha olvidado de ser: de sí mismo, de estar en silencio, de estar donde está la vida. Aquí y ahora.

Prestar atención a una piedra, a un árbol o a un animal, no significa «pensar en ellos», sino simplemente percibirlos, pero no darnos cuenta de que ellos nos transmiten algo de su esencia. Es preciso sentir profundamente que cada objeto de la naturaleza descansa en el ser, completamente unificado con lo que es y donde está. Para captarlo, hay que entrar en un lugar de profundo reposo de nuestro interior.

Cuando se camina o se descansa en la naturaleza, hay que hacerlo honrando ese reino, permaneciendo allí plenamente, serenamente, mirando y escuchando, observando cómo cada planta y cada animal son ellos mismos. A diferencia de los humanos, no están divididos en dos; no viven a través de imágenes mentales de sí mismos, y por eso no tienen que preocuparse de proteger y potenciar esas imágenes. Todas las cosas naturales, además de estar unificadas consigo mismas, están unificadas con la totalidad. No se han apartado del entramado de la totalidad reclamando una existencia separada: «yo», el gran creador de conflictos.

Nadie crea su cuerpo, ni es capaz de controlar las funciones corporales En todo cuerpo opera una inteligencia mayor que la de la propia mente humana. Es la misma inteligencia que lo sustenta todo en la naturaleza. Para acercarnos al máximo a esa inteligencia, hay que ser consciente de nuestro campo energético interno, hay que sentir la vida, la presencia que anima nuestro organismo. Cuando percibimos la naturaleza tan sólo a través de la mente, a través del pensamiento, no podemos sentir su plenitud de vida, su ser. Únicamente vemos la forma y no somos conscientes de la vida que la anima, del misterio sagrado. El pensamiento reduce la naturaleza a un bien de consumo, a un medio de conseguir beneficios, conocimiento, o algún otro propósito práctico.

Observa un animal, una flor, un árbol y mira cómo descansan en el ser. Cada uno de ellos es él mismo. Tienen una enorme dignidad, inocencia, santidad. En el momento que miras más allá de las etiquetas mentales, sientes la dimensión inefable de la naturaleza, que no puede ser comprendida por el pensamiento. Es una armonía, una sacralidad, que además de compenetrar la totalidad de la naturaleza, también está dentro de ti.

El aire que respiramos es natural, como el propio proceso de respirar. Dirígete a tu respiración y date cuenta de que no eres tú quien respira. La respiración es natural. Conecta con la Naturaleza del modo más íntimo e interno, permitiendo tu propia respiración y aprendiendo a mantener tu atención en ella. Esta es una buena práctica muy curativa y energetizante. Produce un cambio de conciencia que permite pasar del mundo conceptual del pensamiento al de la conciencia incondicionada.

Necesitamos que la naturaleza nos enseñe y ayude a reconectar con nuestro Ser. No estamos separados de la naturaleza. Formamos parte de la Vida Única que se manifiesta en incontables formas en todo el universo, formas que están, todas ellas, completamente interconectadas. Cuando reconocemos la santidad, la belleza, la increíble quietud y dignidad en las que una flor o un árbol existen, añadimos algo a esa flor o a ese árbol.

Pensar es una etapa de la evolución de la vida. La naturaleza existe en una quietud inocente que es anterior a la aparición del pensamiento. Cuando los seres humanos se aquietan van más allá del pensamiento. La quietud que está más allá del pensamiento contiene una dimensión añadida de conocimiento, de conciencia. La naturaleza puede llevarnos a la quietud. Ese es su regalo. Cuando percibimos la naturaleza y nos unimos a ella en el campo de quietud, se llena nuestra conciencia. Ese es nuestro regalo a la naturaleza.

A través de cada uno de nosotros, la naturaleza toma conciencia de sí misma. Es como si la naturaleza nos hubiera estado esperando durante millones de años para hacerlo.


Publicado por torresgalera @ 14:24  | Pensamientos
Comentarios (0)  | Enviar