Tengo un amigo muy querido con el que comparto, desde hace más de treinta y cinco años, muchas inquietudes, gustos y aficiones (otras muchas, no), y que por circunstancias y avatares de la vida también nos ha tocado coincidir en eso que los economistas modernos han dado en llamar«prejubilación». Ni que decir tiene que ambos nos sentimos muy dichosos de tener la oportunidad de disponer de todo el tiempo que nos queda en la forma y medida que más nos satisfaga. En absoluto entendemos este regalo de la vida como un pasaporte para el ocio y la inactividad, sino muy al contrario, recibimos este don como una maravillosa oportunidad para entregarnos ─cada uno a su modo y entender─ a la realización de aquellas inquietudes que más nos seducen y que están al alcance de nuestras posibilidades. No obstante, debo señalar que también hemos coincidido en dejarnos llevar, en alguna ocasión, por ciertos estados de desánimo.
¿Qué significa esto de estados de desánimo?, se preguntará el lector, y con razón, ante tan paradójica situación. La verdad es que el asunto es bien simple y tiene su explicación. Trataré de hacerlo. En primer lugar, he de decir que está en la naturaleza del ser humano dolerse por lo que echa de menos en vez de alegrarse por lo que en realidad tiene. Esta es una cualidad que además de fatalista rebosa ingratitud. Ingratitud a la vida, a la Providencia, en definitiva a uno mismo, ya que el ser humano posee todos los recursos para hacer el bien a los demás y para encontrar la felicidad; otra cosa es el uso que haga cada cual de dichos recursos y el esfuerzo que tenga que invertir en ello.
Por otra parte, resulta natural que a estas alturas de la vida ya hayamos invertido la mayor parte de nuestro tiempo y de nuestra energía en encauzar nuestra existencia, de modo que ahora, próximos al umbral de la senectud, no va uno a pretender descubrir el elixir de la eterna juventud ni la piedra filosofal ni va a caer en la ingenuidad de que las glorias del Parnaso le están esperando con los brazos abiertos para acogerlo en su seno. No, ahora es llegado el tiempo ─porque así lo ha dispuesto la Providencia─ de extraer lo más sustancioso de nuestra experiencia en los pasados años, bien a través de una vida sencilla y ausente de ambiciones mundanas, más allá que las que se derivan del disfrute de la compañía de los buenos amigos y de los seres queridos, o bien compartir estos benignos días con menesteres acordes con la afición de cada cual y con su especial disposición. No hay más. Uno no se puede inventar dos veces en la misma vida, como mucho puede cambiar de domicilio, de ciudad, de país, de empresa e, incluso, de profesión y hasta de mujer y familia, pero reinventarse, nunca, por muy literario que resulte. En cualquier caso, estas conclusiones no son incompatibles con la posibilidad de protagonizar alguna hermosa aventura o disfrutar de una nueva experiencia vital de la índole que sea, pues como dice la canción,«el amor no tiene edad». Desde luego yo estoy totalmente de acuerdo ─dada mi natural inclinación─ con aquel poeta que dijo: «Uno no deja de amar porque se hace viejo, sino que uno se hace viejo cuando deja de amar». Al fin y al cabo, pensar, soñar, reír, llorar…, amar, no son más que manifestaciones esenciales del ejercicio de vivir.
Sobre este supuesto ─un sofisma paradigmático─ ha venido construyendo el pensamiento de izquierdas su estructura moral y ética: liberar a las clases sociales depauperadas y oprimidas del yugo de los poderosos, erradicar los privilegios de cuna y clase, y convertir a todos los hombres en iguales. En la finalidad de una evanescente justicia universal el pensamiento de izquierdas no duda en utilizar los medios más implacables que le conduzcan al objetivo último. Es sorprendente la soberbia y el descaro de la izquierda a la hora de afrontar sus propias incoherencias cuando no sus desatinos; no duda ni pestañea a la hora de negar lo evidente sino todo lo contrario, se da por ofendida y agredida en cuanto alguien cuestiona su política, ya sea por acción u omisión.
Como todo sofisma, la izquierda construye su discurso político mediante un razonamiento lógico pero sustentado sobre un principio falso (la igualdad social, la colectividad por encima del individuo, la negación de la propiedad privada, la supremacía del ser humano sobre el orden divino, etc.). De ahí su imperturbable cinismo a la hora de encarar las críticas ajenas y su tendencia a evadir la autocrítica, y cuando lo hace esconde a la opinión pública el debate y los titulares de las responsabilidades. Prueba de ello es cuanto viene ocurriendo en España con el gobierno que preside José Luis Rodríguez Zapatero: no hay el menor atisbo de autocrítica ante el clamoroso desafuero que está resultando de estos seis años de gobierno socialista. Los aciertos son tan minúsculos, comparados con los errores y despropósitos, que causa pavor pensar en las consecuencias que tanto desatino está teniendo y tendrá en los meses y años próximos. Y lo peor de todo es que no importa qué se esté haciendo bien, mal o regular, sino que la batalla por el poder se está librando en los medios de comunicación, en un esfuerzo denodado por convencer a la mayor parte posible de electores de que son los otros ─los de la derecha de toda la vida─ los que están poniendo en peligro el «estado de bienestar», los derechos de los trabajadores, la dignidad de las personas, el derecho de los pueblos a decidir, y así una retahíla insufrible que, en el fondo, no es más que el pretexto para desmontar el estado democrático y sustituirlo por una democracia orgánica que responda a un patrón único. De momento ya lo han conseguido con la Administración de Justicia y con los sindicatos. ¿A qué me recuerda esto?