La deriva de la sociedad española hacia la vulgaridad ─lo contrario de una sociedad culta y educada─ es tan evidente como inevitable; sus nefastas consecuencias todavía son desconocidas aunque sí imaginables. No quiero decir con esto que no existan numerosos ciudadanos (destacados y anónimos) admirables y ejemplares, tanto por sus cualidades personales como por su entrega y aportación a la comunidad. Pero este meritorio grupo no deja de ser una isla en medio del proceloso océano. No hay más que mirar a la vida pública nacional, para que cada día al levantarnos se nos indigeste el desayuno.
¡Y qué decir de la prensa! Los medios de comunicación se han convertido en el negocio (imprescindible) más instrumental y equívoco de cuantos existen en el servicio público. Son negocios que no sólo persiguen ganar dinero (si no lo ganan no son viables). Los medios son mucho más que meros transmisores de mensajes: son los hacedores y manipuladores de la opinión pública. En demasiadas ocasiones se comportan como protagonistas activos, en jueces y parte en el debate (nacional, autonómico o local), en defensores o acusadores interesados. Hace tiempo que la mayoría de los medios de comunicación ya no proclaman ni defienden su otrora irreductible imparcialidad e independencia; hoy todos hablan de honestidad, como si publicitar virtudes morales otorgara mayor legitimidad (excusatio non petita, acussatio manifiesta).
En estos días contemplamos impávidos como el Gobierno de España afronta, decide y resuelve la extraordinaria crisis económica que afecta al conjunto de nuestra nación. Si no fuera porque la situación es verdaderamente grave, lo único que se merece el presidente del Ejecutivo, el socialista José Luis Rodríguez Zapatero, es la indiferencia más absoluta (el mayor desprecio) de la ciudadanía, y la exigencia ─por parte de la oposición─ de buscar cuanto antes su salida del palacio de La Moncloa. Pero como quiera que nos encontramos en situación tan extrema ─tutelados por otros gobiernos de la Unión Europea y por el mismísimo Barack Obama─, los españoles asistimos impertérritos al espectáculo de cómo ZP, en horas veinticuatro, se desdice de seis años de contumaz despropósito para enmendar lo que ya no tiene remedio, si acaso un funeral digno.
Ha sonado la hora de los recortes y congelaciones de salarios y de pensiones, en definitiva, de recortes en todos los capítulos de prestaciones sociales. Ha llegado el tiempo de penuria. El argumento esgrimido por Zapatero de no tocar, si acaso mejorar, las prestaciones sociales no sólo no ha impedido que la cifra de desempleados supere los cuatro millones y medio de trabajadores, sino que esta cifra se muestra ya como el preludio de otra mayor y más dramática. Estos hechos me recuerdan el reproche premonitorio que hiciera Wiston Churchill al primer ministro Chamberlain después del infame pacto de Munich, por su política de apaciguamiento ante Hitler: «Habéis sacrificado el honor por tratar de evitar la guerra, pero terminaréis teniendo guerra y deshonor». Y así fue, como así será en España donde por no reconocer a tiempo la crisis económica, por negarse a realizar las reformas estructurales necesarias (fiscal, financiera, energética, laboral, unidad de mercado, etc.), por no reducir el gasto público, por alentar la deriva soberanista de algunas autonomías…, ZP ha terminado emponzoñandonos a todos en un lodazal hasta las orejas: ahora tendremos más paro, menos consumo, menos actividad económica y, por tanto, más pobreza, todo esto unido a la ingente cantidad de dinero que adeudamos los españoles a los bancos.
Y, lo más importante, las medidas draconianas que acaba de aprobar el presidente Rodríguez Zapatero sólo sirven para garantizar el pago de la deuda pública que le vence al Estado en los próximos meses. Ni una sola medida de las tomadas tiene que ver con las que se necesitan para ayudar a reactivar la economía, y, por tanto, crear riqueza, frenar la destrucción de empleo y la posterior creación de puestos de trabajo. Por lo que no es difícil colegir que en los próximos meses, conforme se vaya percibiendo el alcance de las medidas tomas y sin tomar, será la ciudadanía en la calle la que mida la temperatura del descontento y de la gravedad de la situación. Para entonces la prensa será un simple vocero y pasará a ocupar un puesto subsidiario en el debate. A mí me parece estupendo, que por fin losciudadanos se sacudan la apatía y la abulia que les mantiene idiotizados ante el televisor, la liga de fútbol y los planes para el finde. La calle volverá a ser espacio de expresión y decisión.