Lunes, 18 de junio de 2012

La esperanza, signo de la nueva evangelización

Este otoño se cumple el 50 aniversario del comienzo del Concilio Vaticano II. Merece la pena recordar que su convocatoria, por Juan XXIII, tuvo el propósito de reorientar a la Iglesia católica ante los ingentes cambios surgidos en la sociedad a lo largo de la centuria que mediaba desde el Concilio Vaticano I (1869) y 1962. Dichos cambios no solo fueron numerosos y profundos, sino que en demasiadas ocasiones fueron dolorosos y traumáticos. En aquellos últimos cien años la humanidad experimentó más sobresaltos y transformaciones que en toda su historia.

Ante este vertiginoso panorama de cambios la Iglesia decidió buscar su acomodo en la sociedad y elaborar su propuesta. No fue un concilio de consignas preestablecidas sino de preguntas e interrogantes. Pretendía ser un concilio eminentemente pastoral, aunque también lo fuera doctrinal. Por ello lo primero que hicieron los doctores de la Iglesia fue hacer una lectura de lo que estaba ocurriendo en el mundo. Era preciso discernir la presencia del Espíritu Santo, ya que este sería el punto de partida para la conversión de la misma Iglesia; para entender mejor el Evangelio.

Como en toda gran aventura humana, los objetivos no se alcanzaron por completo. Pero no cabe duda de que el Vaticano II supuso un gran avance en la actualización de la Iglesia respecto a la sociedad de su tiempo. Y aunque algunos lo tacharon de peligroso por liberal, la mayoría de los eclesiásticos lo acogieron con gozo y esperanza. El hecho más revelador de aquel concilio fue que la Iglesia tomara conciencia de que la encarnación seguía en el mundo. Esto significaba que, en cierto sentido, el Hijo de Dios se encarna en cada ser humano, por lo que la historia adquiere una dimensión teologal. Fue un hito portentoso en el seno de la Iglesia, pero que cincuenta años después no ha terminado de digerir.

Al final de su pontificado, Juan Pablo II afirmó: «El profundo estupor ante la dignidad del ser humano se llama Evangelio». Tan incisiva afirmación revelaba que todavía no estaba resuelta la plena aceptación de la mencionada realidad teológica. El papa polaco ahondó en esta cuestión a través de una de sus pastorales. Planteó las tres grandes cuestiones que la Iglesia católica debería resolver en el tercer milenio: definir el papel de la Iglesia en este mundo; examinar y mejorar lo que está haciendo para combatir los males de este mundo, como la miseria, el hambre o la injusticia social…; y clarificar de qué Dios se está hablando. Tres claves que resuelven la encrucijada en la que la se encuentra la Iglesia.

Numerosos los teólogos y pensadores católicos piensan actualmente que la Iglesia debería retomar las conclusiones del Vaticano II. Y como entonces, lo primero que habría de hacerse es escuchar al mundo: en la evolución de los tiempos está actuando el Espíritu Santo. Por tanto, antes de hablar, hay que escuchar. Dejarse interpelar por todo lo que está sucediendo en el mundo. Y, en segundo lugar ―insisten los estudiosos―, la Iglesia debe volver a Jesucristo.

Valentía y determinación son los ingredientes imprescindibles para afrontar los retos del futuro. Frente a los embates del secularismo, la Iglesia tiene que asegurar su presencia en la vida pública, mal que les pese a algunos. No olvidemos que hoy día muchos españoles perciben la mediación de la Iglesia como algo contrario al Evangelio. Cuando se habla de Iglesia, se habla de la jerarquía, y a la jerarquía se la identifica con el poder, con el oscurantismo, con el pasado... incluso con la derecha.

Por tanto, si este es el momento de la nueva la evangelización, es decir, de hablar de Jesús de Nazaret, y de que la Iglesia se vaya configurando de acuerdo a su conducta, habría que señalar que también es el momento de renunciar a la lógica del poder. La verdad no se impone más que por la fuerza de la misma verdad, que va penetrando poco a poco. La libertad alcanza todos los aspectos de la vida humana, incluida la moral, que no se puede imponer. Lo que hoy se siembre, mañana lo recibirá la humanidad, a la cual pertenecemos.

Ante los acuciantes problemas del hombre de hoy, lo más importante no es conseguir seguridades sino restablecer la confianza. No hay que dejar de buscar, porque en eso consiste todo proceso de evolución, de maduración. De ahí la premonitoria preocupación de Benedicto XVI cuando señaló que la realidad tiene un fundamento (para los creyentes es Dios), sin el cual la realidad muere. Por eso es urgente adentrarse en el camino de un Dios manifestado en los hombres y en Jesús de Nazaret, que es amor hasta el aniquilamiento. Sólo a través de Él la Iglesia podrá responder a las necesidades de los más desfavorecidos en esta crisis que estamos sufriendo.


Publicado por torresgalera @ 20:11  | Pensamientos
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Lunes, 04 de junio de 2012

Crisis de humanidadResulta ominoso el silencio que la alta jerarquía de la Iglesia católica española mantiene ante el desafuero y la injusticia que padece la mayoría de ciudadanos en nuestro país. Me refiero, claro está, a los excesos, abusos y tropelías de todo tipo que se cometen cada día en el mundo financiero y empresarial. La causa de tanta impudicia reside en la codicia desenfrenada que guía las conductas de gran parte de los magnates de las finanzas, de la banca y de los negocios en general. No dudo que lo que ocurre en España es similar a lo que ocurre en el resto del planeta. Pero, ya se sabe, mal de muchos, consuelo de tontos.

Nadie cuestiona el beneficio como fin último de toda actividad económica. No obstante, por aquello de que el fin no justifica los medios, máxime cuando éstos son censurables ética y moralmente, el beneficio debería limitarse a aquellas proporciones que no resulten lesivas, directa o indirectamente, a terceras personas. ¿Y quiénes deberían vigilar y censurar las conductas lesivas? Indudablemente, los poderes públicos, que para eso están. Por esta razón, cuando los gobernantes se muestran renuentes o timoratos en la aplicación de medidas rigurosas contra las prácticas económicas abusivas, se está alentando y protegiendo la injusticia, el principal y más perverso de los males de una sociedad.

Ante esta cruda realidad, y bajo los efectos de una crisis económica que ha adquirido proporciones devastadoras, ¿acaso no se hace imperioso, al menos para la mayoría creyente, que la jerarquía católica señale con el dedo a los causantes de tanto sufrimiento, de tanta angustia y de tanta iniquidad a cuenta del capitalismo salvaje e inhumano que se ha apoderado de nuestra sociedad? La Conferencia Episcopal Española es la institución más representativa de la Iglesia nacional. Además de pronunciarse sobre el derecho a la vida y contra el aborto y la eutanasia, o defender la enseñanza de la religión, por citar algunos ejemplos, la CEE debería implicarse a fondo en poner al descubierto los excesos del capitalismo y del libre mercado, lo mismo que tantas veces ha hecho respecto de los excesos del socialismo y los degradantes efectos que los regímenes comunistas han producido y producen en millones de seres humanos.

A estas alturas resulta del todo insuficiente que los obispos se limiten a lamentar el sufrimiento de las familias españolas acuciadas por el azote del paro o el dolor de los inmigrantes postergados por la crisis. Es menester implicarse a fondo en el problema. Si la actual crisis económica es fruto de la desaforada codicia de tantos financieros y empresarios avarientos y ejecutivos sin escrúpulos, es hora de que haga aparición en el debate público el magisterio de la Iglesia católica y su acendrado prestigio y autoridad moral. Millones de ciudadanos españoles se sentirían profundamente confortados y esperanzados si nuestros obispos profundizaran la senda de denuncia que ya formulara Juan Pablo II y, posteriormente, Benedicto XVI, al condenar el “capitalismo salvaje” que impera en el mundo. Basta ya de escudarse tras la valiosa e impagable labor humanitaria que está realizando Cáritas. Hay que dar un paso más. Tanto silencio y tanta pasividad resultan ofensivos. El modelo capitalista hace tiempo que lleva dando muestras de agotamiento; lo mismo que en su día los dieran todas las variantes del colectivismo. Se hace necesario encontrar nuevas alternativas a los modelos económicos periclitados, así como al modelo de relación y convivencia entre naciones y sociedades. En definitiva, es preciso escapar del diabólico bucle político-económico en el que está atrapado el mundo.

Pobreza invisiblePor eso considero que la Iglesia católica, como las demás confesiones religiosas, tienen mucho y bueno que aportar a nuestra sociedad en crisis económica-política-social-cultural. Crisis de valores que, a diferencia de otras crisis similares, como la sobrevenida al final de la Edad Media y que diera origen al Renacimiento, tiene la peculiaridad de lo que se ha dado en llamar “sociedad de la información”. La revolución tecnológica ha impuesto tal velocidad a los acontecimientos y a los cambios que, con frecuencia, se corre el riesgo de no asimilar adecuadamente el sentido profundo de lo que está ocurriendo. De ahí que apele al magisterio de la Iglesia.

La aconfesionalidad del Estado y la cruzada laicista emprendida por aquellos que quieren ver a la Iglesia católica alejada de la vida pública, no debería arredrar a los obispos. Es responsabilidad de éstos el empeño por mantener viva la presencia de la Iglesia en cualquier foro o debate público que así lo demandara. Es imprescindible la presencia de la Iglesia entre los que sufren y son humillados, pues refuerza la tarea evangelizadora que tiene encomendada. ¡Ya está bien de complejos y de mala conciencia histórica! Hace tiempo que ha sonado la hora de ejercitar la independencia del poder que durante demasiados siglos ha vilipendiado a la Iglesia, o, al menos en parte, a la alta jerarquía católica. ¡Ya está bien de silencios y desidias! Los obispos no tienen más que seguir las palabras de Jesús en El juicio final: «… Entonces dirá también a los de su izquierda: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; era forastero, y no me acogisteis; estaba desnudo, y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis”» (Mateo, 25, 41-43). Jesús señala la condena de todos estos desgraciados, no porque hicieran daño alguno sino, simplemente, porque no movieron ni un dedo para socorrer a su prójimo en sus padecimientos.

En un reciente artículo, publicado en internet, refiriéndose al “pecado de omisión” que sobre esta cuestión practican los obispos, el teólogo José M. Castillo nos recuerda la parábola del rico Epulón y Lázaro (Lucas, 16, 19-31). «La parábola es tajante. En realidad, el rico no le hizo ningún daño al pobre Lázaro. Ni siquiera lo echó del “portal” de su casa, que lógicamente afearía la entrada a la mansión de un señor que vestía y comía con tanto refinamiento. Pues no. Lo dejó allí, tal como estaba. Y eso fue su perdición. Que es justamente lo mismo que Jesús censura en la parábola del buen samaritano (Lucas, 10, 25-37). Si el texto se lee con atención, enseguida se comprende que Jesús no denuncia  la conducta de los bandidos que apalearon y robaron al desgraciado caminante. La crítica mordaz de Jesús va contra el sacerdote y el levita, que vieron al herido que se desangraba en la cuneta del camino, dieron un rodeo, y pasaron de largo. Aquellos clérigos no le hicieron daño alguno al moribundo. Simplemente lo dejaron como estaba».

¿Acaso los obispos no están haciendo la vista gorda, como hicieron el sacerdote y el levita de la parábola evangélica?


Publicado por torresgalera @ 19:27  | Pol?tica
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