Corren malos tiempos. Acaba el año peor que comenzó, abrumado de problemas y pesimismo. Lo peor es que nada hace presagiar que 2013 será mejor, por mucho que el gobernante de turno, haciendo gala de un voluntarismo retórico, se empeñe en propalar que al final del nuevo ejercicio se percibirá la mejoría. No, la situación es dramática porque un drama es lo que están viviendo millones de españoles. En el resto del mundo las cosas no pintan mejor, aunque haya matices para todos los gustos.
Decía un amigo mío que lo que no es conciencia es ignorancia. Y nunca como en nuestros días la ignorancia —un terrible drama fermentado en la mentira— ha engendrado tanto peligro, principalmente por su empeño en revestir de honorabilidad al poder devastador que consume la ilusión de millones de seres humanos.
Hemos llegado a tal punto de delirio mental, que hemos dejado que la humanidad sea gobernada mediante teorías sobre el poder y la economía elucubradas por cerebros opacos, que se creen seres excepcionales. ¿Cómo es posible, pues, que ante el avance alarmante de la miseria y la creciente esclavitud en el mundo, las acciones solidarias y caritativas —mal llamadas humanitarias— tengan cada vez menos cabida?
La solución radical hace necesaria una nueva teoría que devuelva a los habitantes de la tierra la parcela de derecho a la vida que les corresponde por el hecho de nacer. Poner un límite a la miseria por abajo impone un límite al enriquecimiento por arriba. Solo hay derechos para unos mientras no se roben los derechos de los otros. Es urgente dotar de un marco de racionalidad al sistema económico mundial que, sin desmotivar ni desincentivar, impida la marginación de los pobres. Esta visión de la economía mundial necesariamente presupone una postura de los individuos y de la sociedad que no todos comparten. Y sin embargo, no puede haber armonía universal mientras se mantengan las brutales desigualdades que dividen a la humanidad en agraciados por la fortuna y en desheredados.
Viene a cuento aquí recordar la serie de artículos que publicó hace unos meses The New York Times sobre el presidente del Banco Santander. El prestigioso periódico neoyorkino presentaba a Emilio Botín como el banquero más influyente de España, con importantes inversiones en Brasil, Gran Bretaña y Estados Unidos. También destacaba el diario norteamericano el ocultamiento por parte de Emilio Botín y su familia de unas cuentas secretas establecidas desde la guerra civil en la banca suiza UBS. Por lo visto, en las cuentas de tal banco había 2.000 millones de euros que nunca se habían declarado a las autoridades tributarias del Estado español. Parece ser que un empleado despechado de tal banco suizo, decidió publicar los nombres de las personas que depositaban su dinero en dicha entidad, sin nunca declararlo en sus propios países. Había nada menos que 569 españoles, entre los que destacaban nombres muy reconocidos de la vida política y empresarial. Si dicha lista era cierta no lo puedo afirmar, pero algunos de sus nombres han circulado ampliamente por internet. En cualquier caso, es moneda corriente en los medios de comunicación los casos de corrupción en el que se ven inmersas personalidades relevantes sin que nunca, salvo alguna excepción, hayan pagado por ello.
Según la Agencia Tributaria española (AEAT), el 74% del fraude fiscal se centra en estos grupos de gente poderosa, lo que supone un total de 44.000 millones de euros evadidos del tesoro nacional. Esta cantidad, por cierto, representa casi la cifra del déficit de gasto público social de España respecto la media de eurozona (66.000 millones de euros), es decir, el gasto que España debería invertir en su Estado del Bienestar (sanidad, educación, escuelas de infancia, servicios a personas con dependencia y otros) por el nivel de desarrollo económico que tiene y que no se gasta porque el Estado no recauda tales fondos. Y una de las causas de que no se recaude este dinero se debe precisamente al fraude fiscal realizado por este colectivo de poderosos citados en The New York Times.
Como se puede apreciar, las razones para el pesimismo son elocuentes. Políticos, financieros, empresarios e ilustres apellidos de la burguesía funcionarial aplican todo su empeño en estrujar los recursos económicos de la sociedad en beneficio propio. ¿Cuántos pobres tiene que haber por cada rico? Todo indica que cada día más, ya que la codicia es insaciable. Lo peor de todo es que la gente normal, la de a pie, la que sufre de manera agobiante y en muchos casos traumática las circunstancias de la crisis, parece que ha dejado de confiar en sí misma. Quizá sea porque los españoles llevamos demasiado tiempo confiando nuestro bienestar a los demás; ya desde los lejanos días del general Franco. Estamos educados (autoengañados) en un Estado del Bienestar paternalista, en el que los que mandan cuidan de nosotros y proveen.
Veamos que nos trae 2013. Mucho me temo que más de lo mismo, aunque parece que algo se está moviendo en el fondo del proceloso piélago humano. No solo de pan vive el hombre…, y si no volvemos la mirada al interior de nuestras conciencias, evocando a mi viejo amigo, no me quedará más que confirmar que todo se volverá ignorancia. Y tragedia.
Prisión de Sheikhupura, Pakistán, 5 de noviembre de 2012
Me llamo Aasiya Noreen Bibi y no sé si llegarás a leer esta carta. Escribo a los hombres y mujeres de buena voluntad de España, desde mi celda sin ventana en el módulo de aislamiento de la prisión de Sheikhupura, en Pakistán. Llevo encerrada aquí desde el mes de junio de 2009. Me han condenado a morir en la horca por blasfemar contra el profeta Mahoma. Dios sabe que es una sentencia injusta y que mi único delito, en este mi gran país al que tanto amo, es ser católica. No sé si estas palabras verán la luz y llegarán a ser leídas por alguien al otro lado de los muros de esta cárcel. Si el Señor misericordioso quiere que así sea, pido a los españoles que recen por mí e intercedan ante el presidente de mi hermoso país para que me permita recuperar la libertad y volver a reunirme con mi familia, a la que tanto echo de menos.
Estoy casada con un buen hombre llamado Ashiq Masih y, juntos, tenemos cinco hijos que son una bendición del Cielo: un varón, Imran, y cuatro chicas, Nasima, Isha, Sidra y la pequeña Isham. Solo quiero volver a estar con ellos, ver sus sonrisas y devolverles la paz. Están sufriendo por mí, al verme encerrada y privada de justicia. Temen por mi vida, pues la sentencia que me condena a morir ahorcada es firme y un indulto puede evitar que acabe ejecutándose. Un juez, el honorable Naveed Iqbal, entró una mañana en mi celda, después de condenarme a una muerte horrible, y me ofreció revocar la sentencia si me convertía al Islam. Yo le agradecí de corazón su buena intención, pero también le dije, con toda la claridad de la que soy capaz, que prefiero morir como cristiana que salir de prisión siendo musulmana. “He sido juzgada por ser cristiana”, le dije al señor juez. “Creo en Dios y en su enorme amor. Si usted me ha condenado a muerte por amar a Dios, estaré orgullosa de sacrificar mi vida por Él”, añadí.
Dos hombres justos han sido asesinados por pedir justicia y libertad para mi persona. Su destino me desgarra el corazón. El gobernador de mi región, Punjab, el señor Salman Taseer, fue asesinado el 4 de enero de 2011 por un miembro de su escolta, simplemente porque pidió a las autoridades del Gobierno que me pusieran en libertad y se opuso a la ley sobre la blasfemia que rige en Pakistán. Dos meses después, un ministro del Gobierno, el señor Shahbaz Bhatti, cristiano como yo, fue asesinado por la misma causa. Rodearon su coche y le dispararon con ensañamiento hasta darle muerte.
Me pregunto, cuántas personas más tienen que morir por causa de la justicia. Rezo a todas horas para que Dios misericordioso ilumine el juicio de nuestras autoridades y sus leyes civiles restablezcan la antigua armonía que siempre reinó en mi gran país entre las personas de distintas religiones. Jesús nuestro Señor y Salvador nos amó libres y creo que la libertad de conciencia es uno de los mayores tesoros que nuestro Creador nos ha dado y tenemos que preservarlo.
Sentí una gran emoción al conocer que el Santo Padre Benedicto XVI había pedido mi indulto. Dios me conceda vivir para peregrinar a Roma y, si es posible, agradecérselo personalmente.
Ahora pienso en mi familia. Lo hago a todas horas. Vivo con el recuerdo de mi esposo y de mis hijos, y pido a Dios misericordioso que me permita volver a reunirme con ellos. No sé si esta carta llegará a tus manos, amigo o amiga española. Si así fuera, acuérdate de que hay personas en el mundo que son perseguidas por causa de su fe y, si está en tu mano, pide por nosotros al Señor y escribe al presidente de Pakistán rogándole que me permita volver a estar con mi familia.
Si lees esta carta, Dios lo habrá hecho posible. Que Él, que es bueno y justo, te colme con su Gracia.
Afectuosamente, Aasiya Noreen Bibi
(Envía ahora tu petición al presidente de Pakistán:
http://www.hazteoir.org/firma/49765-firma-asia-bibi-casa-ya)
Siempre he estado convencido de la capacidad de sorpresa que depara la vida a los seres humanos. De ello doy testimonio en primera persona, porque de las numerosas cosas –buenas, malas y regulares– que he experimentado a lo largo de mi existencia, casi todas ellas las he creído fruto de la casualidad o de la voluntad. Sí, durante muchos años he vivido convencido de que el azar (ilusión quimérica) o mi voluntarismo estaban detrás de todas aquellas contingencias de mi vida: desde el encuentro con la que habría de ser mi mujer para toda la vida, pasando por muchos de los hitos de mi carrera profesional e, incluso, la identidad de mis hijos y mis amigos. Ni por un momento me paré a pensar en que la divina Providencia era determinante en la existencia humana.
Pues bien, cuán equivocado estaba. Cuando la luz inunda el corazón, rápidamente comprendes que has vivido hasta entonces en un reino de tinieblas. Es verdad que en mi caso la luz no me ha inundado de golpe. Ya venía percibiéndola desde hace algunos años, poco a poco, aunque de manera creciente. Pero lo que he vivido, lo que he experimentado este pasado puente de la Inmaculada en Los Negrales ha sido un baño de luz, una fiesta radiante de colores, un bautismo de luminosa santidad. ¿Cuántas veces habré meditado en estos días las palabras del Nuevo Testamento: «… Yo os bautizo con agua para que os convirtáis; … Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego (Mt 3, 11)». Una vez más, Jesucristo hizo el milagro de la conversión: un corazón endurecido se transformó en masa viva de amor y alegría.
Todavía resuenan en mi mente muchas de las palabras que los hermanos nos dirigieron: «El Reino de Dios tenemos que comenzar a construirlo aquí, en la tierra… »; «No debemos preocuparnos por los frutos de nuestra siembra, pues Jesucristo murió traicionado, abandonado por los suyos, insultado, apaleado, flagelado, “cosido a la cruz” y murió sin ver ningún fruto; pero aquí están sus frutos dos mil años después»; «El que busca y ama al Señor jamás se sentirá abandonado». Pero aún hay más. Desde la segunda jornada de trabajo en el Cursillo, no se aparta de mí una imagen –con toda la simbología que ella comporta– del Evangelio de san Juan que me tiene fascinado desde hace mucho tiempo. Me refiero al lavatorio de los pies. Solo san Juan –soy un profundo entusiasta de este Evangelio– describe este episodio apostólico. Todo el pasaje es de una gran hondura, y su final determinante: «En verdad, en verdad os digo: el que recibe a quien yo envíe me recibe a mí; y el que me recibe a mí recibe al que me ha enviado (Jn 13, 20)».
Dios me ha enviado a muchas personas buenas a lo largo de mi vida, pero yo no supe ver la verdad ni su verdadero significado. Ahora el Señor, en un nuevo acto de servicio, de infinita caridad, me ha regalado una nueva vida rebosante de fe y de amor. Y para que no comience el camino solo me ha enviado un montón de hermanos maravillosos con los que compartir esta nueva singladura. Además de proclamar mi agradecimiento al Todopoderoso, por mí reencuentro apasionado con su Hijo Jesucristo en Los Negrales, rezo para que éste ya no se aparte de mí en lo que me queda de vida. Una vez más, gracias, Señor.