Se están dando todas las condiciones para la tormenta perfecta; y cuando estalle sus consecuencias serán irremediables. Lo que nuestros gobernantes y dirigentes políticos están haciendo, o consintiendo, unos por acción y otros por omisión, unos por complejo y otros por oportunismo, unos por incapacidad y otros por temeridad, unos por incompetencia y otros por irresponsabilidad, nos está llevando a un callejón sin salida. No me extraña que los ciudadanos, en su conjunto, estén descorazonados, hartos y asqueados. Y lo más lamentable es que las instituciones del Estado no están a la altura de las amenazas y desafíos a los que está sometida España ni su modelo de convivencia. ¿Dónde está el Ministerio Público en la operación secesionista que está pilotando el presidente de la Generalitat de Cataluña, Artur Mas? ¿Dónde está la acción policial y los tribunales de Justicia para reprimir y neutralizar las acciones desestabilizadoras de la paz social? ¿Dónde está el poder legislativo para reformar las leyes necesarias que permitan sancionar con rigor a los que atentan contra el marco constitucional? ¿Dónde está el poder ejecutivo para hacer aplicar la ley? ¿Dónde está una oposición responsable dispuesta a defender y ayudar a garantizar nuestro Estado de Derecho?
Tengo la impresión de que en España pronto se hará vigente aquella frase de Churchill, «Queríais paz sin honra, y ahora no tenéis ni paz, ni honra», con la que reprochó al primer ministro británico Chamberlain por su política diletante y complaciente con las ínfulas de Hitler. Y es que si la prudencia y el diálogo son dos grandes virtudes de la política, no lo son menos la firmeza en el cumplimiento de la ley y en la defensa de las propias convicciones, máxime si lo que está en juego, como es nuestro caso, la ruptura de la unidad de España y la desintegración de nuestros principios constitucionales. Por eso me produce una profunda desazón observar cómo pasan los días y el presidente Rajoy no mueve un músculo ni aplica ninguno de los resortes del Estado para decirle a los secesionistas cuál es la línea roja que nunca deberán traspasar. Y en mi humilde opinión, ya se han traspasado dichas líneas rojas; y cuanto más tarde en actuar el Ejecutivo más dramática serán las consecuencias.
La desvergüenza de la que hizo gala Artur Mas, en Madrid, el pasado lunes, al instrumentalizar la figura de Adolfo Suárez, de cuerpo presente en el Congreso de los Diputados, sede de la soberanía nacional, nos da una idea de la catadura moral e ideológica de este personaje. Su insidia fue tan mendaz que llegó a decir, más o menos, que con Suárez lo que está pasando nunca habría pasado. Todo un ejemplo de manipulación y fullería política. Suárez trabajó para incorporar a los nacionalistas catalanes a un proceso de convivencia pacífica dentro de España, y Mas trabaja para todo lo contrario. Y no contento con esto, el “honorable president” no ha tardado más que unas pocas horas para responder, en sede parlamentaria, que continuará adelante a pesar de la sentencia desfavorable del Tribunal Constitucional a su plan soberanista.
La deslealtad y la traición a la Nación española hace tiempo que ha dejado fuera de la ley a Artur Mas; a él y también a muchas otras personas. Y no perdamos de vista que la política de perfil bajo con la que el separatismo vasco se mueve en los últimos meses, no es más que pura estrategia, a la espera de la evolución del proceso soberanista en Cataluña. Bildu y el PNV están tomando nota, pero en cualquier momento asomarán el hocico. No obstante, ahí les tenemos presentes cada día: las constantes concentraciones y manifestaciones públicas a favor de los presos de ETA o el incumplimiento de ciertas obligaciones, como acaba de ocurrir en el Ayuntamiento de San Sebastián, donde su alcalde (de Bildu) se ha negado a aplicar el decreto del Gobierno de declarar tres días de luto oficial por la muerte de Adolfo Suárez, primer presidente constitucional y gran artífice de la Transición española. ¿Alguien ha iniciado algún expediente sancionador contra el alcalde de Bildu? ¿El delegado del Gobierno español ha tomado alguna medida coercitiva o sancionadora? Nada que sepamos.
Más pronto que tarde habremos de lamentar lo que se nos viene encima. Ante la contumacia de los separatistas ningún poder político está transmitiendo confianza a los ciudadanos. Entretanto, el ruido mediático es estruendoso; los reproches se suceden y las descalificaciones se hacen más enconadas. ¿Acaso nadie se da cuenta de que ya existen fechas para la traca final? ¿Nadie es capaz de salir al paso y sosegar a la opinión pública? El rugir del ambiente solo hace presagiar que la avalancha se nos viene encima.
Éramos muy jóvenes y teníamos muchas ilusiones. En contra de lo que hoy se dice y cuenta como historia oficial sobre aquellos días, a la muerte de Francisco Franco los españoles claramente comprometidos con el cambio político éramos una minoría, principalmente en los ambientes universitarios y en el mundo laboral en las grandes ciudades industriales. Lo demás son cuentos chinos, como el de “Cuéntame cómo pasó”. Por eso era lógico que para los que anhelábamos un cambio hacia la democracia, desconfiáramos de cualquier iniciativa que proviniera del recién coronado rey de España, Juan Carlos I. Se trataba de un monarca que había sido educado y formado en la voluntad del dictador. Es más, todas las decisiones y acontecimientos ocurridos durante los primeros meses apuntaban en la misma dirección; no había más que mirar el nombramiento del primer gobierno de la monarquía, cuyo presidente era el mismo del último ejecutivo de Franco. Ahora bien, no cabía duda de que sin Franco ya las cosas no podían ser lo mismo; algo tenía que pasar, aunque sólo fuera por razones generacionales, pues cada año quedaban vivos menos de los responsables originarios del franquismo.
Durante los primeros meses de 1976 eran palpables los movimientos de personas de la oposición al régimen, principalmente fuera de España, tratando de tejer estrategias de cara a un futuro más o menos próximo. En el interior de nuestra nación casi nadie tenía la menor idea de las intenciones y proyectos del rey. La desorientación era total. La izquierda política y sindical continuaba desconfiada y activa; y despistada. Por eso era lógico que el cese, a primeros de junio, de Carlos Arias Navarro como presidente del gobierno, y el nombramiento de Adolfo Suárez González —ocupaba la cartera de Secretario General del Movimiento, nada menos— produjera en la opinión pública perplejidad cuando no indiferencia. Solo los duchos en los ambientes políticos del régimen —una minoría selecta— estaban en condiciones de hacer lecturas más matizadas y precisas.
Deseo hacer un inciso para destacar —en contra de lo que la izquierda sostiene— que la sociedad de la primera mitad de los años 70 era una sociedad mucho más abierta y permisiva de lo que se nos pretende hacer ver. Los españoles de aquellos años nada teníamos que ver con los españoles de los años 40 y 50. Estábamos al cabo de la calle de lo que ocurría, en términos generales, en el mundo. Podíamos viajar al extranjero con toda libertad, y movernos dentro del territorio nacional sin ninguna traba. La gente era cordial en la calle y la juventud se divertía a placer. Eran las libertades públicas las que estaban cercenadas y reprimidas, tanto en el ámbito de la política como en el educativo, cultural y moral. Era, en definitiva, una sociedad amputada, que se movía entre el temor a los peligros de la política (temor inoculado durante años por el régimen dictatorial) y el deseo de experimentar la libertad en todos sus ámbitos (políticos, expresión y manifestación, religiosos, etc.). Por tanto, era razonable pensar que los españoles acogiéramos a Adolfo Suárez en su nombramiento cuando menos con reserva y desconfianza, pues su trayectoria era la de un hombre incondicional del Movimiento.
Muchos (una minoría) pensábamos que el cambio tendría que llegar —como era lógico— de la mano de alguien con autoridad moral que viniera de fuera, de la oposición; o bien, de un grupo de personas que aglutinara diversas sensibilidades ideológicas y que estuviera determinado a ofrecer una alternativa clara en la que cupieran todos los españoles. Y poco más. Nadie tenía claro ni quiénes, ni cómo, ni cuándo, ni dónde. Y como en realidad éramos minoría, no era de extrañar que en el referéndum para la reforma política, del 15 de diciembre de 1976, ganara la opción del cambio frente a los que apoyábamos la ruptura. Por qué, porque la mayoría de los españoles prefirieron iniciar un proceso de cambio político, tutelados por los gobernantes que lo propusieron, antes que lanzarse al vacío en aras de una entelequia con muchos riesgos y demasiadas incógnitas. Los españoles de entonces carecían de formación política, pero eran mucho más sensatos que lo que algunos pensábamos.
Fue a partir de aquel momento, tras el referéndum de la reforma, cuando la personalidad de Adolfo Suárez comenzó a manifestarse de manera prodigiosa —con sus sombras y sus errores—, hasta culminar el proceso constituyente. Durante aquellos dos años y medio, desde junio de 1976 a diciembre de 1978, Suárez demostró una valía política, humana y moral como ningún otro político del siglo XX. Es verdad que la figura de Adolfo Suárez no se podría entender sin la del rey Juan Carlos, que merece estudio aparte. Sin embargo, el timonel de la Transición fue devorado y quemado, a partir de su segundo mandato constituyente, por el resto de protagonistas de aquella magnífica aventura política: por algunos de los dirigentes de su propio partido, la UCD; por los políticos de la oposición, principalmente los del PSOE, con Felipe González y Alfonso Guerra a la cabeza, que le negaron el pan y la sal; por el encono con que buena parte de la oficialidad del Ejército mostró al presidente desde la legalización del Partido Comunista y por el ninguneo que éste hizo de los sepelios de los militares asesinados a manos de ETA; así como por la permanente conspiración a la que Suárez se vio sometido por parte de los estamentos más recalcitrantes del franquismo, con el consabido ruido de sables. Y no digamos la ferocidad con la que fue atacado y denostado el presidente por numerosos líderes de opinión desde la prensa escrita.
Cuando ya han transcurrido casi treinta y ocho años desde su nombramiento por el rey, podemos asegurar que existe la suficiente perspectiva histórica para analizar la vida y obra de Adolfo Suárez. Por mi parte esto ya lo hice en los días 13, 15 y 17 de junio del año 2005, en que publiqué en este blog (consultar en el archivo) un resumen de mi opinión sobre la figura de Adolfo Suárez como gran protagonista de la Transición política española de finales del siglo XX. Una vez más quiero repetir como este hombre, por el que entonces muchos no dábamos un ardite por él, poco a poco me fue ganando el corazón por su determinación, por su valentía y por su honradez. Se entregó a la causa de la libertad y del Estado de Derecho en cuerpo y alma, sin ahorrar esfuerzos y sin reparar en costes personales. Y ahora, en esta hora postrera del fallecimiento de tan insigne político y gran patriota, solo me queda rezar por su alma y compartir el dolor y la tristeza de su pérdida con su familia, amigos y todas aquellas personas de bien que sienten un profundo agradecimiento por el ejemplo que nos dio en su entrega —al aceptar el requerimiento del rey Juan Carlos— a la tarea de sacar a la nación española del oscurantismo totalitario hacia la libertad democrática.
Todo lo dicho en aquellas tres entregas continúa vigente, aunque, claro está, se podría añadir mucho más. Aquellos tres artículos los escribí después de conocer, unos días antes, que Adolfo Suárez estaba inmerso en la enfermedad del Alzheimer. Desde entonces poco se ha sabido de él, salvo que vivía, en su domicilio y en compañía del cariño de los suyos, tranquilo y ausente de este mundo. Luego supimos de la visita que, en 2008, le hizo el rey y su existencia a espaldas a la realidad. Soy de los que creen que Dios tiene un plan para cada uno de nosotros, aunque no lo entendamos, por eso estoy seguro que Adolfo Suárez ya está gozando de Su gloria en la casa del Padre. La plenitud de la gracia eterna es la recompensa del Altísimo para los hombres buenos. Gracias, Presidente.
La Cuaresma es un tiempo que los cristianos dedican a preparar su espíritu y su corazón para afrontar la Pascua, momento culminante de la victoria de la vida sobre la muerte; meta sublime donde el amor de Dios se derrama sobre los hombres a través de la redención.
El periodo litúrgico de la Semana Santa se divide en dos partes: la primera comprende los cuatro primeros días y, la segunda, tiene su comienzo en la tarde de Jueves Santo y concluye en la madrugada del Domingo de Pascua. A este periodo de tres días se le conoce como “Triduo Pascual”, y en él se celebran los tres grandes misterios de la redención: la Pasión, la Muerte y la Resurrección de Jesucristo. El “Triduo Pascual” es el corazón del año litúrgico.
El santo “Triduo Pascual” en realidad es, para la liturgia católica, una única celebración. Comienza con una gran introducción el Jueves Santo, con la Misa Vespertina de la Cena del Señor, para dar paso al Triduo Pascual propiamente dicho.
Dicha Misa vespertina de la cena del Señor, el jueves, evoca la última cena de Jesucristo donde instituyó el Sacramento de la Eucaristía, el del Orden Sacerdotal y el mandamiento del amor. Al final de esta primera parte de la celebración el sacerdote no imparte la bendición porque continúa el día siguiente. El Viernes Santo se medita sobre la pasión de Cristo y se conmemora la cruz; según tradición antigua la Iglesia no celebra este día la Eucaristía, sino que los fieles comulgan con las hostias sobrantes del día anterior. En cuanto al Sábado Santo, es el día del gran silencio: la Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su pasión y muerte, esperando su resurrección. La celebración del “Triduo” finaliza el domingo (se considera domingo a partir de las 18 horas del sábado, la víspera) con la Misa de Resurrección. Es el domingo de los domingos, y al final de esta celebración se imparte la bendición.
Aunque la expresión “Triduo Pascual” es contemporánea, pues se acuñó allá por los años treinta del siglo XX, ya a finales del siglo IV San Ambrosio hablaba del «Triduum Sacrum» para referirse a las etapas históricas del misterio pascual de Cristo; también San Agustín utilizó la expresión «Sacratissimum Triduum» para indicar los tres días de Cristo: «crucifixi, sepulti, suscitati».
Para aquellos que defienden de manera vehemente sus doctrinas políticas y sociales, unas socializantes o de corte marxista y otras liberal-capitalistas, les recomiendo una lectura —seguida de su correspondiente reflexión— del Mensaje para la Cuaresma 2014 escrita por el Papa Francisco. Como enseguida comprobará el lector, el contenido de este Mensaje —tan vigente en este tiempo de Cuaresma en el que está inmersa la Iglesia católica— es una vigorosa llamada al amor fraterno y a la solidaridad con los más desfavorecidos.
El Santo Padre, en su Mensaje cuaresmal, ha hecho hincapié de manera muy especial en el testimonio de amor que Jesucristo dio a los pobres y marginados de la sociedad. Comienza su reflexión con una cita de San Pablo: «Pues conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza» (2 Cor 8, 9). Lo que viene a decir, que Dios, pudiendo haber enviado a su Hijo al mundo como un hombre poderoso y rico, quiso revelarse ante los hombres humilde y pobre. Cristo se acercó a sus semejantes tal y como eran ellos, la inmensa mayoría de la gente de entonces: sencilla, humilde y pobre. Y de manera muy especial, el Mesías se derramó en amor y ternura con los más desfavorecidos y marginados, como eran los tullidos, los ciegos, los leprosos, los endemoniados, las prostitutas y toda la caterva de desposeídos y repudiados.
El camino emprendido por Jesucristo le lleva a estar en medio de la gente necesitada de perdón y cargar con el peso de nuestros pecados. Es un camino elegido para consolarnos, salvarnos y librarnos de nuestra miseria. San Pablo insiste en que fuimos liberados no por medio de la riqueza de Cristo, sino por medio de su pobreza. Y es que la pobreza con que Jesús nos libera y nos enriquece es, precisamente, su modo de amarnos, de estar cerca de nosotros; Él jamás nos abandona ni nos deja solos si nosotros no le damos la espalda. La pobreza de Cristo nos enriquece mediante su infinita misericordia.
La pobreza de Cristo es la mayor riqueza, pues está cimentada sobre la confianza ilimitada en Dios Padre; se encomienda a Él en todo momento, buscando siempre y solamente su voluntad y su gloria. Por eso Dios sigue salvando a los hombres y salvando al mundo mediante la pobreza de Cristo, el cual se hace pobre en los Sacramentos, en la Palabra y en su Iglesia, que es un pueblo de pobres. La riqueza de Dios no puede pasar a través de nuestra riqueza, sino siempre y solamente a través de nuestra pobreza, personal y comunitaria, animada por el Espíritu de Cristo. Por eso los cristianos estamos obligados a mirar las miserias de nuestros hermanos, a hacernos cargo de ellas, a implicarnos y a tratar de aliviarlas.
La miseria no es lo mismo que pobreza; la miseria es pobreza sin confianza, sin solidaridad, sin esperanza. El Papa Francisco nos habla de las tres clases de miseria: miseria material, miseria moral y miseria espiritual. La miseria material es la que habitualmente llamamos pobreza y afecta a cuantos viven en una condición indigna como ser humano. La miseria moral consiste en convertirse en esclavo del vicio y del pecado. Y la miseria espiritual, que nos golpea cuando nos alejamos de Dios y rechazamos su amor.
Concluye el Vicario de Cristo su Mensaje cuaresmal señalando que «los cristianos estamos llamados a mirar las miserias de los hermanos, a tocarlas, a hacernos cargo de ellas y a realizar obras concretas a fin de aliviarlas». «No olvidemos —afirma Francisco— que la verdadera pobreza duele: no sería un despojo sin esta dimensión penitencial. Desconfío de la limosna que no cuesta y no duele».
Apenas quedan diez días para que este invierno concluya su ciclo. Por desgracia, el renacer de la naturaleza no va acompañado del renacer de la sensatez humana, dicho en términos generales. Estos dos meses largos de ausencia en este blog responde únicamente a mi desgana. En otras palabras, la contumacia con la que los hombres se prodigan en los mismos yerros, no invita a la reflexión y el análisis, máxime cuando uno ya ha desnudado su opinión y su conciencia sobre la mayoría de los asuntos relevantes que afectan a la convivencia y a nuestro mundo actual. Remachar en la misma piedra, una y otra vez, además de cansado resulta tedioso.
Si atendemos a los asuntos económicos, los pasos dados en los últimos meses abundan en la misma dirección: sanear a un alto precio el modelo económico de capitalismo puro y duro. Por un lado, se trabaja en mejorar la productividad para asegurar la rentabilidad a los inversores de capital; la gran perjudicada en este proceso es la fuerza de trabajo, a la que se condena a un mayor nivel de precariedad. Y, por la otra parte, se continúa fortaleciendo el aparto burocrático del Estado (en sus tres niveles de administración), para sostener la política clientelar y el intrusismo en todas y cada una de las instituciones públicas; a los gobernantes, sean de color que sean, no les duelen prendas a la hora de exprimir los bolsillos de los ciudadanos, reduciéndolos al papel de meros contribuyentes: el desorbitado gasto público es el recurso de los taimados con ínfulas de conciencia social. Mientras tanto, seis millones de personas sin empleo, de ellos más de una tercera parte son jóvenes alejados de un proyecto nacional.
Y qué decir de la vida política e institucional, enfangada en una ofensiva secesionista y desbordada por una lacerante indigencia moral y ética. ¿Qué se puede esperar de unos dirigentes políticos anestesiados por la soberbia y el rencor? La prepotencia de nuestros gobernantes y dirigentes es directamente proporcional a su insolvencia intelectual y su menguada talla moral. Los indicios que se aprecian de cambios en el horizonte están, en buena medida, orientados a más de lo mismo.
Por todo ello, seguir discutiendo de si son gigantes o son molinos, de quién es más demócrata, de si son brotes verdes o simples espejismos, es un ejercicio estéril y que además resulta cansino. Del seno de la sociedad deberá nacer un germen nuevo e imaginativo que fructifique en propuestas sugestivas, razonables y viables. Se necesitan alternativas al modelo de representación parlamentaria actual, al modelo de economía financiera presente y al modelo de bienestar social. Es preciso evolucionar y transformar lo que tenemos, aprovechando lo que todavía es útil, para que el futuro sea viable. El mañana será posible si la sociedad se sustenta sobre una sólida base de humanismo, justicia y solidaridad; no solo entre nosotros, sino también en relación con nuestros hermanos de otros países y otros continentes. Esto no es una utopía, es —me atrevo a decir— un diagnóstico. De lo contrario, más de lo mismo hasta la consunción.