No cabe duda de que vivimos tiempos de cambio, de cambios sustanciales en la vida política y en la manera de gobernar. Los primeros pasos de dicho cambios se están produciendo en los gobiernos municipales y en algunas comunidades autónomas. Lo que todavía desconocemos es lo que estos cambios darán de sí. Nuestra sociedad, en su conjunto, vive bajo el signo del cambio. Sin embargo, no es muy difícil inferir que la vida es en sí misma cambio. Ahora bien, una cosa es el fluir natural de las cosas, es decir, de todo aquello que tiene vida, y otra es alentar el cambio elevándolo a categoría superlativa.
Desde hace algunos lustros algunos sectores de la sociedad vienen propugnando el cambio por el cambio: el cambio en las costumbres, en las creencias, en las tradiciones, en las relaciones humanas e, incluso, en las relaciones familiares. El cambio que nos proponen afecta a casi todos los ámbitos de nuestra vida: es un cambio hacia algo nuevo, que sólo es mejor que lo anterior porque es nuevo, como si eso garantizase algo. Como si lo ideal fuese romper con todo lo anterior porque es anterior, porque está pasado de moda, porque está superado por los avances de la ciencia. Como si el miedo fuese “quedarse atrás”, sin darnos cuenta de la peligrosa facilidad con la que hemos entrado en una dinámica alocada de continua “renovación” que nos está llevando a la pérdida de nuestras señas de identidad, tanto culturales como nacionales e históricas.
Figura en la fachada de la Academia Española de la Lengua la leyenda de que “Nada es más moderno que aquello que no pasa de moda”. Lo carente de sustancia, por muy atractivo y sugerente que se presente, enseguida pierde su vigencia. El hombre necesita tiempo para asimilar cualquier novedad que tenga enjundia y sustancia. Todo lo fútil es pasajero y, como mucho, anecdótico. La madurez del corazón y los criterios, lo afortunado o desafortunado de las decisiones tomadas, lo aprendido y lo cien veces olvidado, necesitan tiempo en el hombre para dar su fruto. Por eso formamos parte de una tradición y necesitamos esa tradición, porque en ella comprendemos que pertenecemos a una corriente viva que nos nutre y nos enseña.
El antiguo pueblo judío esperaba la venida del Mesías para redimirle y salvarle. ¿De quién? De él mismo, en primer lugar. En cambio Dios, el Logos, se encarna en Jesucristo, un Mesías muy diferente al que la mayoría esperaba: un revolucionario que cambiaría la ley e implantaría un nuevo régimen. Pero Dios no es así, porque es eterno y no cambia. Al mismo tiempo es eterna novedad, nunca se repite porque es infinito, pero eso no significa que lo anterior quede derogado. En Él todo es nuevo en continuidad con lo antiguo. El amor de Dios es lo más antiguo del mundo y, al mismo tiempo, lo más nuevo. Cada vez que lo descubre un corazón, el amor de Dios se inaugura en él, y cada vez que nos lo encontramos nos parece que nunca lo habíamos visto así. No podía ser de otra manera con la ley, con el camino que Dios nos ha fijado para caminar hacia Él: «En verdad os digo que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley» (Mateo 5,18). La ley es antigua pero se hace nueva en el modo en que Cristo la encarna. De ahí que el amor, que está en las raíces del mundo, se hace nuevo en cada corazón que lo vive.
Sin embargo, vivimos el paradigma de un mundo inane y quimérico, donde la obsesión por el cambio se ha instalado en el corazón de los hombres arrastrándoles a una búsqueda desaforada y miope de la felicidad. Felicidad que no termina de llegar, ni llegará, por la sencilla razón de que los cambios en sí mismos no contienen nada más que ilusas expectativas, espejismos de imaginaras arcadias donde gozar de un bienestar complaciente e inagotable, eso sí, donde el otro, el discrepante y el diferente, no tienen cabida.